viernes, 30 de enero de 2015

Vivimos atrapados en el miedo




Vivimos en una sociedad generadora y administradora de miedos. El más reciente ejemplo es el escalofrío que recorre la espalda de la vieja Europa a propósito de las elecciones en Grecia, traducido como temor de los mercados, alarma de los políticos, desconfianza de una parte de la población ante lo nuevo o lo diferente.

 

Para muchos políticos y economistas, la del miedo puede resultar una estrategia muy natural y conveniente cuyo objetivo es lograr que una parte importante de la sociedad quede presa del terror para luego manipularla en defensa de lo establecido y contra la posibilidad del cambio. Para ello, echan mano del lenguaje mediático, el cual crea, diseña y amplifica ese miedo. Solo basta revisar las declaraciones de algunos dirigentes europeos que han decidido asustarnos para intentar vendernos seguridad a cambio de poder. Olvidan, sin embargo, que “no hay nada tan ilusorio como la seguridad perfecta y mágica que nos venden y que nos hace perder la libertad". (James Hillman, psicoanalista y filósofo). Y es que el miedo también es un reflejo de la lucha de siempre entre libertad y seguridad, dos exigencias primarias del hombre. El péndulo parece estar ahora en el terreno de la seguridad.

 

Hace algunos años, la Fundación Censis, un instituto italiano especializado en estudios sociológicos, realizó una radiografía del miedo basada en 5 mil entrevistas a habitantes de 10 grandes ciudades (Londres, París, Roma, Moscú, Bombay, Pekín, Tokio, Nueva York, São Paolo y El Cairo). Sus conclusiones revelaron que el 90% de los residentes metropolitanos declaró sufrir al menos algún tipo de miedo, el 42,4% sentir un "miedo muy fuerte" y un 11,9% afirmó que era el sentimiento que mejor describía su actitud vital. Uno de cada cuatro encuestados se percibió con "incertidumbre".

Todo ello se traduce en angustia a perder el trabajo o la familia; a ser excluido del mundo tecnológico, a ser joven, o sentirse viejo. Es recelo del otro (inmigrantes, homosexuales, negros o latinos), o de nosotros mismos. Si falla el Estado social, cuanto más pobres, más vulnerables. Si hay demasiado Estado, los capitales huyen despavoridos. Nada mejor que la manipulación de las emociones más básicas como eficaz herramienta de la propaganda, política o religiosa.

 

Durante años, las sociedades modernas creímos haber vivido en una atmósfera más o menos segura. Los temores del pasado -pensemos en las dos grandes guerras mundiales- quedaban lejos y era imposible que regresaran. Los ciudadanos podíamos controlar nuestras vidas y dominar de alguna manera las imprevisibles fuerzas del mundo social. Sin embargo, dice el sociólogo polaco Zygmunt Bauman, en los albores del siglo XXI volvemos a vivir una época de miedo. “Tanto si nos referimos a las catástrofes naturales y medioambientales, o al miedo a los atentados terroristas indiscriminados, en la actualidad experimentamos una ansiedad constante por los peligros que pueden azotarnos sin previo aviso y en cualquier momento”. Lo peor es que tampoco somos capaces de determinar qué podemos hacer (y qué no) para contrarrestar la amenaza. Vivimos pues, afirma Bauman, en una era de “miedos líquidos”.

Ante este panorama, ¿qué podemos hacer los ciudadanos? ¿Cómo no sentir miedo si la fragilidad de las instituciones no nos permite acceder a un mundo seguro y protegido? Hay quien propone recuperar nuestra capacidad para reinventarnos. Otros, a propósito de los griegos, recomiendan aprender de sus bacanales para evadirnos momentáneamente y alcanzar un momento de purificación. Nadie parece tener la respuesta.

Si los seres humanos supiéramos escuchar, ya habríamos registrado en nuestro ADN cerebral lo que en 1852 dijo el poeta Henry David Thoreau, "a nada hay que tenerle tanto miedo como al miedo". Algo tan sensato, pero tan imposible.

viernes, 16 de enero de 2015

Lagañas




Ojos azules, ojos verdes, ojos cansados. Cansados de mirar al infinito y de esperar. Blas y María vivían en una casucha en los límites del desierto de Sonora. Los hijos que habían engendrado ya no estaban, los nietos ni caso les hacían. Solo Canito, un viejo y pulgoso perro, les acompañaba. Hacía días que no lo veían. A veces, daba largos paseos y se perdía durante uno o dos días… pero tres semanas ya era demasiado. Blas y María estaban preocupados y tristes.
De pronto, oyeron un ladrido. Canito emergió del valle sorteando con cierta dificultad los matorrales y los cactus que le separaban de la casa. Los viejos se alegraron. Su amado Canito había vuelto, más flaco de lo que era, con una patita lastimada y sus ojitos llenos de lagañas.

 

 

domingo, 11 de enero de 2015

Por una casita de jengibre.




El “incidente” ocurrió hace 40 años, cuando Mariví descubrió que su casita de jengibre había desaparecido la víspera de Navidad. La entonces niña sospechó que el gordo de Santa Claus se la había zampado. Desde ese día, no quiso saber nada más del personaje y le prohibió terminantemente la entrada a casa. La galleta de jengibre no era cualquier pedazo de pan. Era uno de los adornos que más atesoraba porque su abuela se la había regalado cuando aún era un bebé.
En un principio, a los padres de la niña les pareció un capricho más de su única hija. Pero conforme pasaba el tiempo, la ocurrencia infantil se iba transformando en un rechazo absoluto e incomprensible a cualquier celebración navideña. Para ellos, la situación era muy triste porque siempre habían disfrutado de estas fiestas. Amanecían tarareando el “White Christmas” de Bing Crosby y anochecían entusiasmados con la puesta en escena del belén. Con gran esmero habían guardado las figuras del pesebre y el “niño Dios”, traídos desde Italia. Gozaban de poner el árbol con sus esferas de distintos tamaños y materiales; lo que más les ilusionaba era prender las lucecitas blancas que centelleaban como si de estrellas se tratara. ¡Qué momentos más entrañables! Pero, desde aquel “incidente”, como insistían en llamarlo, las cosas habían cambiado.
De niña caprichosa, Mariví pasó a ser una “adolescente-aborrecente”. La edad del pavo le duró demasiado tiempo. Lo peor era cuando se aproximaba el mes de diciembre. El carácter se le iba agriando y su odio contra el pobre Santa Claus se volvía casi una obsesión. “Hija, no debes ser tan resentida”, le decía su madre. “Recuerda que el rencor hace daño y hay que saber perdonar”. “¿Perdonar? ¡Ni leches!”, exclamaba la muchacha.
Pasaron los años. Los padres se fueron haciendo viejos con la esperanza de que, algún día, su hija permitiera que el espíritu de la Navidad entrara en su hogar, aunque fuera solo por darles un gusto. Fue imposible. No hubo manera de convencerla. Ni las visitas al terapeuta, ni los sermones del cura, ni los ruegos de sus ancianos padres fueron capaces de transformarla. Por no tener que hacer un regalo, Mariví prefirió no casarse; por no entrar a una tienda de juguetes, decidió no tener hijos. Nunca fue invitada al brindis de fin de año de la oficina. ¿Para qué? ¿Para amargarle la fiesta a todos? Desde luego, jamás fue incluida en las listas del “amigo invisible”, ni convidada a la cena de Nochebuena en casa de los amigos.
Sus padres murieron una mañana gris y fría. Decidieron irse juntos un 24 de diciembre. Poquísimos conocidos acudieron al tanatorio. Fue la primera vez que Mariví se sintió verdaderamente sola. Unos días después del entierro, se puso a limpiar el altillo de casa. Entre montones de cajas de cartón que guardaban sus fotos y juguetes de niña, encontró un pequeño estuche en el que su madre conservaba unas delicadas esferas de cristal que asemejaban caramelos, listones y guirnaldas. Eran de colores inimaginables y de un brillo increíble. Dentro del estuche, apareció una nota escrita a mano. En una caligrafía perfecta, el texto decía así:
 
 
 
“Querida Mariví:
Como sabes, esta noche tengo que ir de un lado a otro del planeta repartiendo regalos a millones de niños y niñas como tú. En ocasiones, no nos alcanza el tiempo ni para merendar. Mis pobres renos lo resienten mucho, especialmente los novatos en esto de la entrega a domicilio. Esta noche ocurrió que, por accidente, uno de mis animalitos se comió tu hermosa casa de jengibre. ¡No sabes cuánto lo lamento!
Se que eres una niña dulce y generosa, que sabes perdonar los defectos y las debilidades de los demás y que jamás dejarías que un pequeño reno muriera de hambre o de sed. Por ello, te ofrezco una disculpa y te dejo un regalo muy especial. Estas pequeñas esferas son mágicas y, cada vez que las coloques en tu arbolito, tendrás la dicha de recuperar tu casita de jengibre durante toda la Navidad.
 
Te deseo mucha salud y felicidad. Que sigas disfrutando junto con tus padres de estas fiestas y recuerda siempre que saber perdonar es uno de los mejores regalos que la vida te puede ofrecer. Con cariño, Santa Claus.
P.D. La próxima Nochebuena te agradecería que dejaras un montón de zanahorias a los renos.”
Abundantes lagrimones cayeron de los ojos de Mariví. Todo este tiempo enquistando odios y resentimientos, ¿para qué? A partir de entonces, ella dio un giro de 180 grados a su vida. Con el dinero que le heredaron sus padres, decidió irse a vivir al corazón del Kurdistán iraní, convertirse al Islam y olvidarse para siempre del rollo navideño... ¡ah, y de las casitas de jengibre!