domingo, 11 de enero de 2015

Por una casita de jengibre.




El “incidente” ocurrió hace 40 años, cuando Mariví descubrió que su casita de jengibre había desaparecido la víspera de Navidad. La entonces niña sospechó que el gordo de Santa Claus se la había zampado. Desde ese día, no quiso saber nada más del personaje y le prohibió terminantemente la entrada a casa. La galleta de jengibre no era cualquier pedazo de pan. Era uno de los adornos que más atesoraba porque su abuela se la había regalado cuando aún era un bebé.
En un principio, a los padres de la niña les pareció un capricho más de su única hija. Pero conforme pasaba el tiempo, la ocurrencia infantil se iba transformando en un rechazo absoluto e incomprensible a cualquier celebración navideña. Para ellos, la situación era muy triste porque siempre habían disfrutado de estas fiestas. Amanecían tarareando el “White Christmas” de Bing Crosby y anochecían entusiasmados con la puesta en escena del belén. Con gran esmero habían guardado las figuras del pesebre y el “niño Dios”, traídos desde Italia. Gozaban de poner el árbol con sus esferas de distintos tamaños y materiales; lo que más les ilusionaba era prender las lucecitas blancas que centelleaban como si de estrellas se tratara. ¡Qué momentos más entrañables! Pero, desde aquel “incidente”, como insistían en llamarlo, las cosas habían cambiado.
De niña caprichosa, Mariví pasó a ser una “adolescente-aborrecente”. La edad del pavo le duró demasiado tiempo. Lo peor era cuando se aproximaba el mes de diciembre. El carácter se le iba agriando y su odio contra el pobre Santa Claus se volvía casi una obsesión. “Hija, no debes ser tan resentida”, le decía su madre. “Recuerda que el rencor hace daño y hay que saber perdonar”. “¿Perdonar? ¡Ni leches!”, exclamaba la muchacha.
Pasaron los años. Los padres se fueron haciendo viejos con la esperanza de que, algún día, su hija permitiera que el espíritu de la Navidad entrara en su hogar, aunque fuera solo por darles un gusto. Fue imposible. No hubo manera de convencerla. Ni las visitas al terapeuta, ni los sermones del cura, ni los ruegos de sus ancianos padres fueron capaces de transformarla. Por no tener que hacer un regalo, Mariví prefirió no casarse; por no entrar a una tienda de juguetes, decidió no tener hijos. Nunca fue invitada al brindis de fin de año de la oficina. ¿Para qué? ¿Para amargarle la fiesta a todos? Desde luego, jamás fue incluida en las listas del “amigo invisible”, ni convidada a la cena de Nochebuena en casa de los amigos.
Sus padres murieron una mañana gris y fría. Decidieron irse juntos un 24 de diciembre. Poquísimos conocidos acudieron al tanatorio. Fue la primera vez que Mariví se sintió verdaderamente sola. Unos días después del entierro, se puso a limpiar el altillo de casa. Entre montones de cajas de cartón que guardaban sus fotos y juguetes de niña, encontró un pequeño estuche en el que su madre conservaba unas delicadas esferas de cristal que asemejaban caramelos, listones y guirnaldas. Eran de colores inimaginables y de un brillo increíble. Dentro del estuche, apareció una nota escrita a mano. En una caligrafía perfecta, el texto decía así:
 
 
 
“Querida Mariví:
Como sabes, esta noche tengo que ir de un lado a otro del planeta repartiendo regalos a millones de niños y niñas como tú. En ocasiones, no nos alcanza el tiempo ni para merendar. Mis pobres renos lo resienten mucho, especialmente los novatos en esto de la entrega a domicilio. Esta noche ocurrió que, por accidente, uno de mis animalitos se comió tu hermosa casa de jengibre. ¡No sabes cuánto lo lamento!
Se que eres una niña dulce y generosa, que sabes perdonar los defectos y las debilidades de los demás y que jamás dejarías que un pequeño reno muriera de hambre o de sed. Por ello, te ofrezco una disculpa y te dejo un regalo muy especial. Estas pequeñas esferas son mágicas y, cada vez que las coloques en tu arbolito, tendrás la dicha de recuperar tu casita de jengibre durante toda la Navidad.
 
Te deseo mucha salud y felicidad. Que sigas disfrutando junto con tus padres de estas fiestas y recuerda siempre que saber perdonar es uno de los mejores regalos que la vida te puede ofrecer. Con cariño, Santa Claus.
P.D. La próxima Nochebuena te agradecería que dejaras un montón de zanahorias a los renos.”
Abundantes lagrimones cayeron de los ojos de Mariví. Todo este tiempo enquistando odios y resentimientos, ¿para qué? A partir de entonces, ella dio un giro de 180 grados a su vida. Con el dinero que le heredaron sus padres, decidió irse a vivir al corazón del Kurdistán iraní, convertirse al Islam y olvidarse para siempre del rollo navideño... ¡ah, y de las casitas de jengibre!
 

 

 

 

 

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