domingo, 29 de marzo de 2015

Aplausos


a Carmen Aristegui

“10 euros la jornada, más bocadillo y refresco. Además, nos llevan y nos traen en autobús. ¿Cómo ves? ¿Te apuntas?”, le espetó Maruja, la vecina cotilla y tele-adicta que andaba organizando el viaje al programa de televisión de mayor audiencia. Necesitaban público y ellos, jubilados ociosos y aburridos, eran los más indicados para sentarse durante horas a aplaudir a un montón de mentecatos.  

 
¡10 euros! Sonaba tentador, sobre todo después de haber malvendido su Olivetti portátil a una tienda vintage y su amadísimo María Moliner (primera edición) para completar el alquiler del mes pasado. Sin embargo, más que los 10 euros, la invitación le reabría un viejo deseo de venganza. Sí, ésta era la oportunidad de reivindicar lo que injustamente le habían quitado.

 
Habían pasado 30 años desde que el dueño de la televisión más influyente y poderosa del país la había despedido. No, no la había despedido… ¡la había echado por ser la mejor guionista, la más rigurosa, la más brillante y laureada! Sus textos gozaban de gran prestigio y sus comentarios eran sumamente valorados al diseñar las series más aclamadas por el público. Entonces, llegaron ellos. Los jovencitos recién salidos de aquella universidad pija empezaron a desmantelar la empresa y a llenar de contenidos vulgares todos y cada uno de los programas.

 
De camino a la emisora, le vino a la cabeza, una vez más, el episodio que fue la gota que derramó el vaso. Le habían encomendado el guión de un reportaje especial sobre el SIDA. Era un tema difícil de abordar en aquellos tiempos por la ignorancia y los prejuicios que había en la sociedad. Ella le dedicó horas de investigación escrupulosa. Se empleó a fondo en la redacción y la edición de cada capítulo; hasta la música y la tipografía de las entradas fueron minuciosamente examinadas. Los médicos encargados de supervisar el contenido final quedaron tan satisfechos que deseaban presentarlo  ante la Organización Mundial de la Salud como “ejemplo de respeto y rigor periodístico”. Pero llegó el hombre más poderoso de la televisión, con sus ínfulas de grandeza y arrogancia. Después de ver el video, le exigió algunos cambios que la obligaban a tergiversar la realidad y a desinformar a la audiencia. “Para que me entiendas”, le dijo, “el enfoque que quiero es de este color”, y señaló un lápiz amarillo, “¿está claro?”.

 
Hasta aquí podíamos llegar. Ella se negó a transformar el programa. No podía pasar por encima de la dignidad de las personas y la confidencialidad de sus testimonios. Así pues, “el patrón”, como exigía que le llamaran sus subalternos, la despidió sin miramientos amenazándola con prohibirle la entrada a su empresa y a las de todos sus competidores. Ella nunca logró conseguir otro trabajo igual. Las puertas se le cerraron una tras otra. De vez en cuando, los amigos le echaban una mano pidiéndole alguna corrección de estilo. Escribió horóscopos, discursos políticos, boletines de prensa. Como pudo, fue tirando.

 
Treinta años habían pasado desde la última vez que pisó aquellos estudios que conocía como la palma de su mano. Poco habían cambiado las instalaciones y estaba segura de reconocer los vericuetos que llegaban a la oficina del “patrón”.

 
La rabia que durante años le carcomió el alma y creía superada, regresó con una furia inaudita. Logró desprenderse del grupo de jubilados y subir al piso de los directivos. Tenía que visitar a ese dictadorzuelo que le había arruinado la vida y decirle unas cuantas verdades, aunque fuera demasiado tarde. Recordó el pasadizo que llegaba directamente a su despacho. Con cautela lo recorrió intentando no hacer ruido, aunque el latido de su corazón estuviera a punto de delatarla.

 
Abrió la puerta. El hombre más poderoso de la televisión estaba ahí. Hecho una ruina. Sentado frente a la ventana de siempre, pero ahora conectado a un respirador y a una silla de ruedas, ya no infundía tanto miedo. Se acercó poco a poco. Él ladeó la cabeza al oír sus pasos. Sus ojos se encontraron. Los de ella enfurecidos; los de él, apagados y casi ciegos. Entonces le dijo: “Soy Gloria Corona y vengo a cobrarle una deuda pendiente desde hace 30 años”. Las manos temblorosas del que fuera su jefe intentaron llegar al timbre del escritorio para pedir ayuda. Ella lo impidió. “¿Se acuerda? Usted acabó con mi carrera, pero ya veo que la vida se lo está cobrando con creces”. Lo vio tan disminuido por la enfermedad, tan poquita cosa, que ella solo atinó a esbozar una sonrisa de triunfo. Él la miraba aterrado, imaginando acaso que fuera capaz de desconectar el pulmón artificial que lo mantenía vivo. “¡Quién lo iba a decir! El hombre más poderoso de la televisión es una piltrafa, un despojo humano a punto de palmarla”. No supo de dónde sacó fuerza y ánimo para dar media vuelta y salir del enorme despacho sin atreverse a tocar el mecanismo de aquella máquina. La vida, o la muerte, se encargarían de hacerlo.

 
Bajó por los atajos de su juventud y se reincorporó al grupo de jubilados que ya se enfilaba a las gradas del auditorio. Ella no necesitó que el jefe de piso le diera señales a la hora de aplaudir. Fue tal el entusiasmo y la alegría, el ritmo y la cadencia que imprimió en cada palmoteo, que el equipo de producción decidió ficharla para próximas emisiones. ¡Por fin había llegado su momento de gloria!

 

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