jueves, 19 de marzo de 2015

Orshbud

Al calor de una probable herencia, los sobrinos de la tía Leila la rodearon en su lecho de muerte. La pobre vieja languidecía entre almohadones de seda y crucifijos de marfil. Un cirio puesto a San Judas Tadeo parpadeaba a punto de extinguirse.
 
“Orshbud”, musitaron de repente sus labios moribundos. “¿Orshbud?”, exclamaron todos en voz baja. “¿Será la clave de acceso al ordenador?”, pensó Beto, el más joven, pero recordó que la tía nunca tuvo uno, a lo más que llegó fue a un vídeo VHS donde veía sus películas favoritas.
“¿Será el nombre del banco suizo donde tiene el dinero?”, sospechó Daniel, el sobrino emprendedor que siempre estaba en la ruina, mientras sumaba y restaba mentalmente el patrimonio de la solterona.
Entonces, Renata, la melodramática de la familia, se atrevió a decir en voz alta lo que todos adivinaban: “Es su último estertor. ¡Se nos ha ido la pobre Leila!”. Su hermana Carmen dio un brinco y entre sollozos recorrió la vista por aquel cuarto encerrado y oscuro intentando localizar la cajita de las joyas. “¿Dónde la habrá escondido? ¿Orshbud no era el nombre de su diamante favorito?”, se preguntó sonándose ruidosamente la nariz.
 
Todos, menos Juan, hacían cuentas, saldaban deudas, planeaban viajes imaginarios. Juan era el sobrino que mejor conocía a la tía Leila porque era el único que la visitaba. Pasaban tardes enteras hojeando viejos álbumes de fotos de cuando ella hizo sus pinitos en Hollywood. ¡Era tan bella que hasta el mejor director de todos los tiempos sucumbió a sus encantos! Tía y sobrino disfrutaron de inolvidables tardes de buen cine, llorando en la última escena de Casablanca, o carcajeándose con alguna película de los Hermanos Marx.
 
Solo él conocía el significado de aquella extraña palabra. Bastaba con revisar el vídeo para darse cuenta de que la última película que Leila vio antes de morir fue Ciudadano Kane y que, ya sin dentadura postiza y paralizada de medio cuerpo, lo único que intentó balbucear fue “Rosebud”.  
Nadie entendió por qué Juan guiñó un ojo y sonrió con picardía al techo. Era su adiós al espíritu de Leila que ya volaba a los brazos de su amado Welles.

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