viernes, 17 de abril de 2015

No todos los negros venimos en patera


Para mi hermana africana
 

¡Ring…ring! Suena el despertador. Son las cuatro y media de la madrugada y M. tiene que soportar un día más en el hospital. A pesar de su maestría en Letras Francesas, el único trabajo que ha conseguido en el último año es el de limpiar quirófanos en una clínica privada. Aparte del horario y el sueldo miserable, lo que más le pesa es tener que toparse con la jefa de enfermeras, una dominicana de malos modos y peor carácter; una mujer bajita, mulata, de fuerte acento caribeño y que, junto con el pasaporte español, ha logrado hacer suyo lo peor de este país, la mala leche.

“Cuando gane un poco más, me mudo a un piso para mi solita”, exclama mientras abre el grifo de la ducha y se percata de que no hay agua caliente. A ninguno de sus cuatro compañeros se le ha ocurrido comprar la bombona de gas. “Pues si no hay gas, no hay té”, se rinde. Tendrá que robarle cinco minutos al curro para tomarse una infusión de máquina y un paquete de galletas. Sale al frío de la madrugada. Tirita y se frota las manos intentando calentarlas un poco. Los pies le duelen al sentir el piso helado. Tiene que caminar seis calles hasta la boca del metro. Odia los largos inviernos madrileños. Añora el calor de su tierra.

Una hora más tarde, llega al hospital. Para su fortuna, la jefa de enfermeras no está. Pero su suerte no es tanta porque en el pasillo descubre al Dr. Aparicio, el mismo que ha intentado meterle mano cada vez que la encuentra en el quirófano. “Señora guapa. Qué temprano llega usted. ¡Uy, que frías tiene las manos! Démelas que aquí se las caliento”, le dice mientras intenta coger una de sus muñecas. Ella se suelta con rabia –la primera bilis del día- y sigue caminando. “Negra de mierda, un día de estos te vas a enterar”, masculla el médico en voz baja.

Desde que llegó a España, M. B., esta senegalesa especializada en Gestión Política y doctoranda por la Universidad Complutense, ha tenido que enfrentar toda clase de prejuicios. Su metro ochenta y sus ojos abismales no han sido capaces de inhibir las burlas de los adolescentes que en el metro le tiran pipas, o le arrebatan el libro que va leyendo mientras exclaman: “¡Mira, el gorila sabe leer!”. Por su color de piel, las dependientas no la atienden, o simplemente, al preguntar por el precio de unos zapatos, le responden: “¿Y tienes dinero para comprarlos?”. Su cuerpo, fuerte y concupiscente, es la diana perfecta para insolentes, degenerados y violentos.

A las dos de la tarde sale del hospital y se encamina a la universidad. Justo en la estación de Cuatro Caminos, lugar de reunión de cientos de inmigrantes, hay una redada de la policía. A gritos y empujones, los agentes le exigen su documento de identidad. Se lo arrebatan de las manos y le preguntan a qué se dedica. Al responder que estudia en la Complu, el policía la mira de arriba abajo y sonriéndole con sorna le dice, “¿no serás puta de la Casa de Campo, verdad?”. Es lo que hay que soportar.

De regreso a casa (por llamar de algún modo el cuartucho que habita), pasa por la frutería. El dueño, un marroquí afincado en España desde hace años, atiende a una mujer mayor, de esas que siempre están como recién salidas de la estética y que ven con recelo a todo aquel que no se le parece. Para ella, el barrio se ha llenado de sudacas, negros y moros que solo vienen a robar el trabajo de los españoles. Esta convencida, como dice el gobierno, que las mujeres latinoamericanas se aprovechan de la sanidad pública para hacerse mamografías gratis. Cree, sinceramente, que España es una, grande y libre, pero no para los inmigrantes que invaden con sus alimentos extraños, sus pañuelos en la cabeza o sus costumbres religiosas.

De reojo, la anciana observa las manos largas y finas de M. que escogen delicadamente la fruta mientras canta una nana de su tierra (es su manera de conectarse mentalmente con sus hijos pequeños que viven en Dakar). “¿Qué idioma habla usted? ¡Por Dios!”, decide enfrentar a M. Ésta le responde con fingida amabilidad: “Hablo francés, castellano, inglés y wólof, que es la lengua de mi país. Y usted, ¿cuántos habla?”. La mujer tuerce la boca y murmura algo incomprensible. Pero M. lo pilla al vuelo y le responde: “No, señora, se equivoca. Yo entré por Barajas. Y es que, aunque usted no lo crea, no todos los negros venimos en patera. Buenas noches”.

Mohamed arquea las tupidas cejas, los ojos de la mujer se abren como platos y M. sale de la tienda saboreando su diminuta victoria del día.

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