martes, 26 de mayo de 2015

Afinidad absoluta

A María Victoria Llamas, a quien le robé
un par de frases y montones de ideas.
 

Todo empezó como una promesa electoral. La candidata ofreció, de llegar a la alcaldía, prohibir que los indigentes durmieran en la calle. “Es un fenómeno que debemos erradicar de la capital porque ahuyenta al turismo”, enfatizó en diversas entrevistas. Además, dijo, “se sabe que muchos de ellos son de origen extranjero”. Ni tardo ni perezoso, el partido político de ultraderecha, que ya formaba parte del gobierno nacional, exigió que se distinguiera a los pordioseros que fueran ciudadanos del país de los que no, con objeto de ayudar solamente a los compatriotas. A éstos se les impuso una chapa con los colores de la bandera; a los otros, unas de color marrón, gris o negro, dependiendo de si procedían de América Latina, Europa del Este o África.

Días después, la Iglesia pidió a la candidata, muy devota del Jesús de Medinacelli, que, en el nombre de Dios, hiciera algo para diferenciar a las mujeres que habían abortado, a las que usaban métodos anticonceptivos y a las vírgenes. De esa manera, afirmaba el Nuncio, se conocería “la calidad moral de las hijas de Eva”. La candidata, con tal de ganar los votos del electorado católico, inició la entrega de distintivos en forma de triángulo: blanco para las castas, azul para las que tomaban anticonceptivos y rojo para las pecadoras. Unas horas más tarde, los líderes de las religiones minoritarias del país anunciaron su deseo de ser identificados para demostrar que su grey era mucho mayor de lo que el censo afirmaba. Salieron entonces a relucir unos rectángulos verdes (para los musulmanes), amarillos (para los evangelistas) y rosas (para los Testigos de Jehová). Otras sectas menos conocidas recibieron unos de color indefinido.

Como la “lideresa” era sumamente ambiciosa, accedió a las peticiones de filiación de prácticamente todos los colectivos de la ciudad por más absurdas que fueran. La profusión de símbolos fue tal, que llegó el momento en que no había un trozo de ropa libre de emblemas y marcas. En poco tiempo, surgieron propuestas para fichar otras cualidades y características: en qué barrio se vivía, cuál era el nivel de estudios o el estado civil, qué enfermedades se padecían, cuáles las preferencias sexuales o qué tipo de aficiones se tenía.

Al calor de las declaraciones de la aspirante a alcaldesa, que llamaba "camorristas, pendencieros e hijoputas" a quienes se negaban a ser identificados, nació también la desconfianza hacia aquellos que portaban insignias distintas. El gobierno que la apoyaba, al percatarse de las ventajas de este nuevo "divide y vencerás", emitió diversos decretos que obligaban a  todos los ciudadanos a ser registrados so pena de cárcel.

A medida que crecían las filas de individuos a la espera de nuevos logos y membretes, aumentaban las discrepancias y se ahondaban las brechas. El recelo se cotizaba a la alza. Los escrúpulos se multiplicaban por decenas.

Quedó vedada la convivencia entre desiguales. Quedó prohibido compartir casa, escuela, medios de transporte y cualquier actividad social entre incompatibles. Solo estaba permitida la afinidad absoluta.

Hartos de tanta diferenciación, día tras día, numerosas tribus, clanes y castas de toda índole abandonaban la capital del país. Ni los indigentes se quisieron quedar. Poco a poco, las viviendas se deterioraron, las fábricas y centros de trabajo cerraron y las universidades desaparecieron.

La ciudad se fue quedando sola. Los pocos que decidieron permanecer se miraban con suspicacia.

Singular y único, cada individuo quedó aislado y se convirtió en el otro. A fin de cuentas, todos acabaron siendo los demás.

Entonces, se hizo el silencio. Y toda forma de vida cesó para siempre.

1 comentario:

Arturo Corona Martínez. dijo...

Mi querida Laura, me da gusto leerte y saber que el oficio lo llevas bien puesto.
Abrazo.