martes, 11 de noviembre de 2014

Nuria y sus 15 minutos de fama



El golpe fue seco. Se le nubló la vista. Las piernas le flaquearon. Cayó de bruces sobre la pancarta que reivindicaba sus derechos.

Los recortes habían llegado hasta la mejor institución científica del país. Muchos investigadores, casi todos jóvenes, ya habían emigrado. Otros, con más años y menos posibilidades de encontrar un futuro mejor, como Nuria, decidieron plantarse y defender lo que quedaba.

Aquella mañana, ella salió de casa para reunirse con los compañeros que, por enésima vez, tomaban la calle para protestar por el inminente cierre de su centro de trabajo. Nuria intuía que la movilización de aquel día iba a ser diferente de las demás. Algo le decía que el ambiente estaba demasiado caldeado y los nervios al borde del estallido. Al reunirse con los colegas, su intuición se confirmó: un número desproporcionado de policías antidisturbios rodeaba el edificio del Parlamento, lugar donde habían previsto entregar el pliego de demandas.

Nuevos colectivos se unieron a la marcha. Había consignas que iban subiendo de tono y carteles que protestaban por la privatización de los servicios públicos, o el aumento de las tazas universitarias. En efecto, algo estaba a punto de estallar. Y estalló.

Nunca se supo quién encendió la mecha. Lo cierto es que los manifestantes empezaron a correr por todos lados intentando esconderse en algún portal, o llegar a la boca del metro. Nuria no enteró cómo quedó varada en el centro del caos. Nunca pudo recordar cómo fue el ataque. Solo sintió un duro golpe en la cabeza. Y todo se volvió negro.

Durante dos meses, permaneció en coma en el Hospital de La Paz. Sin quererlo, se había convertido en el símbolo de aquel mitin. La fotografía que la mostraba derribada en mitad de la avenida, en una posición imposible como de muñeca dislocada, y abrazando una pancarta ensangrentada en la que sobresalía la frase Solo pedimos Justicia, ganó el Premio Nacional de Fotoperiodismo. Los medios de comunicación nacionales y extranjeros replicaron la imagen cientos de veces y las redes sociales, millones. Se hicieron camisetas y afiches. Inclusive, un trasnochado grupo de filiación maoísta-leninista la adoptó como emblema.

Dos meses después, Nuria despertó. Abrió los ojos y recorrió con la mirada aquel cuarto blanco que no reconocía. Con cierta angustia, movió los ojos de arriba a abajo, de izquierda a derecha. Clavó la vista en la lámpara del techo. Se mojó los labios resecos. Movió un dedo, luego la mano entera. Sintió el cuerpo dolorido y comenzó a llorar.


En cuanto se supo que había despertado, decenas de periodistas y fotógrafos de prensa, radio y televisión se instalaron en las puertas del hospital. Buscaban la imagen exclusiva de aquella “mujer-mártir” que logró, por fin, reconciliar a las autoridades con los manifestantes; de la “mujer-milagro” que detuvo el cierre del mejor centro científico del país, de la “mujer-santa” que estaba en boca de todos.

Cuando salió del hospital, cientos de personas la esperaron llenándola de flores y agradecimientos, de estampitas de vírgenes y santos. Los programas de opinión de más alta audiencia la invitaron a sus platós. Los mejores (y peores) periodistas del momento la entrevistaron. Las revistas del corazón intentaron hurgar en su vida privada. Toda esa atención era nueva para ella. Nueva e incómoda.

"Aprovecha tus 15 minutos de fama", le dijo el productor de un conocido programa de televisión que se encargaba de convertir sueños en realidad. "Este es tu momento, disfrútalo”, le soltó una fotógrafa que le había propuesto salir desnuda en una conocida revista erótica.

Nuria no se dejó conquistar. Con la misma dignidad con la que había ingresado en el hospital dos meses atrás, rechazó el oropel que a manos llenas le ofrecieron los medios y las redes sociales. Nadie pudo convencerla de convertirse en un fenómeno mediático.

Seis meses más tarde, Nuria se incorporó a su laboratorio. Regresó a su mundo de microscopios y probetas, de cobayas y batas blancas. Recuperó su pequeño cubículo con olor a formol y atiborrado de revistas científicas. Abrió una de las jaulas, sacó una rata blanca y, por primera vez en mucho tiempo, sonrió.

 

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