miércoles, 3 de diciembre de 2008

Viaje a Florencia y la Toscana

La aventura comenzó cuando la empresa de ferrys nos dejó el primer mensaje en el móvil. “Disculpe la inconveniencia, pero su barco zarpará a las 2 de la mañana”. Bueno, un par de horas después de lo previsto tampoco nos parecía mal, considerando que era la primera vez que tomábamos un barco para ir a Italia. Además, tomando en cuenta que la salida era desde el puerto de Barcelona, tendríamos tiempo de partir holgadamente desde Madrid. Sin prisas.
En el camino, recibimos otro mensaje; “Su ferry saldrá a las 5 de la mañana y el embarco empieza a las 2”. ¡Ups! Ninguna explicación de por medio, ni siquiera la fórmula de “disculpe las molestias”. Empezamos a elucubrar, ¿habrá mal tiempo?, ¿los barcos serán seguros? Nada.
Y llegó el tercer mensaje, pero ahora en forma de llamada telefónica y en la voz de una chica monísima que sólo quería cerciorarse de que habíamos recibido los recados anteriores. Lo que no nos dijo era que la salida del barco se había pospuesto para las 7 de la mañana. ¿Estábamos leyendo bien la señal?
Finalmente, el ferry de la empresa Grimaldi zarpó a las 9 de la mañana rumbo a Livorno, es decir, nueve horas después de lo previsto. Un día en alta mar, durmiendo buena parte de la mañana y recuperándonos de la desvelada – desmañanada arrullados por las suaves olas del mar no era un mal plan. Lo malo empezó a las 4 de la madrugada, cuando comenzamos a sentir que la cosa no pintaba muy bien.
Para quienes hemos vivido un terremoto en la Ciudad de México, la experiencia es parecida sólo que en lugar de durar 30 segundos, la sensación se prolonga más de dos horas, con no se cuántos grados Richter, en sentido oscilatorio – trepidatorio y en medio del Mediterráneo, en la más absoluta oscuridad con un viento y una lluvia que nunca había oído antes. Fue, sin duda, el preludio de una noche inolvidable, no por lo romántico, sino por el miedo que sentimos. El barquito se movía como una cáscara de nuez en medio de aquel mar embravecido que no daba tregua y que nos trajo a la memoria escenas de maremotos y tsunamis. Floren me trataba de tranquilizar y yo pensaba en que peor lo pasaban los cientos de inmigrantes subsaharianos que atraviesan el océano hacinados en pateras, sin comunicación ni GPS ni cómodos camarotes como el mío. “¡Laurita, no seas tan burguesa!”, me decía a mi misma para darme ánimos cuando empezaron a caer las cosas del baño y de la mesita de noche. “Si tengo que vomitar, a dónde me dijo Santi (nuestro amigo marino) que tengo que hacerlo: ¿a sotavento, a barlovento?”. ¡Dios, qué susto!
Después de la tempestad, en efecto, llega la calma. Por fin, llegamos a nuestro destino y la Toscana nos dio la bienvenida con algo de lluvia y unas suaves colinas llenas de viñedos y colores y belleza que agradecimos más todavía después de haber pasado –aseguraban los noticieros- “la peor borrasca que ha vivido la costa italiana en los últimos 25 años”.

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