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“A mi el gusto que me da es que todos nos vamos a morir”, sentencia doña Catalina Ojeda mientras recoge su canasta colmada de flores antes de perderse entre los sepulcros de San Gregorio. Es Día de Muertos y la visita al panteón es obligada en la zona rural de la Ciudad de México. Es medianoche pero parece mediodía por la cantidad de gente que va arribando desde los pueblos cercanos a la zona lacustre de Nativitas, al sur de la capital.
Cientos de vecinos vienen a esperar la llegada de sus muertos y acuden a la cita cargados de la parafernalia típica de estos días: desde las flores de cempasúchil y las mantas para cubrirse del húmedo frío, hasta el aparato de música con la selección favorita del difunto. No faltan la escoba y los cubos: esa noche se ocupan de barrer y limpiar la lápida de falso mármol, quitar los hierbajos y acomodar los ramos de flores en agua. Aquí nadie llora y todo el mundo faena. Los jarros de café empiezan a circular mientras las viudas y los huérfanos adornan la tumba de los ausentes con velas y cirios.
“Iluminar su camino es lo más importante, dice don Carmelo, “porque las ánimas vienen de un lugar muy oscuro”. A sus hijos, les ha aleccionado: “lo primero es la cera”. Este viejo campesino tiene en San Gregorio a sus padres, esposa y dos sobrinos.
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Del pueblo de Mixquic trajeron las calaveritas de azúcar con el nombre de cada uno de los miembros de la familia que los niños se comerán al final de la jornada, siempre y cuando se porten bien. En su casa cocinaron los tamales de dulce, verdes y rojos; el arroz con mole y el imprescindible atole que la familia irá consumiendo mientras el frío arrecia y las ánimas van llegando. Sobre la sepultura, que esa noche servirá de improvisada mesa para el banquete, compartirán la comida y recordarán a los parientes que “ya descansan en paz”. Mientras se van colocando las flores amarillas a lo largo de los pasillos que servirán de guía a los muertos, se escuchan los primeros acordes de un mariachi desafinado.
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Afuera del panteón de San Gregorio Atlapulco, los parientes y amigos se encuentran y abrazan junto a los puestos de antojitos, panes y café. Algunos se cubren con pintorescos sarapes de lana y gorras de béisbol de los Yanquis de Nueva York. Otros reparten jarros de pulque o tequila y se fuman un cigarrito. Todos asisten a San Gregorio a velar a sus difuntos, compartir su itacate y honrar con júbilo la memoria de aquellos que “sólo se nos han adelantado en el camino”, como asegura doña Catalina al salir del cementerio, cuando está a punto de salir el sol.