Hay que ver la clase de fauna que uno se encuentra en
cualquier McDonald’s a las 10 de la noche. ¡Nada que ver con las colas de guiris
del mediodía, ni con los niños gritones a la hora de la merienda!
Hace un par de días, volvía de una conferencia sobre
los beneficios de la dieta mediterránea y los perjuicios de la comida basura. Venía
muerta de hambre y el bar de la esquina estaba cerrado. A esa hora, lo único
que distinguieron mis cansados ojos fue la hamburguesería de la gran m. ¡Cosas
del destino!
Localicé un rincón alejado. A dos mesas de la mía,
una mujer muy alta y robusta, vestida con un enorme blusón blanco y negro,
masticaba apaciblemente una ensalada. Sus ojos mansos y su mirada clavada en un
punto fijo me hicieron pensar en una vaca. Y es que hay gente que tiene más de
animal que de humano.
Más allá, cerca de la salida, un hombre mayor,
delgado y elegantemente vestido, escribía sin parar en una libreta de tapa negra.
Me llamó la atención su estilográfica Montblanc y la profusión de sus palabras.
De vez en cuando levantaba la vista de la mesa, donde se enfriaba el cuarto
café cortado de la noche, y volvía a su escritura como si hubiera encontrado
inspiración. Si hubiera sido animal, sería un flamenco, pensé.
Deglutía yo la hamburguesa estrella, diseñada
expresamente por un chef dos estrellas Michelín, con la vana ilusión de estar
comiendo alguna delicia más o menos decente, cuando a mis espaldas escuché la
conversación de dos hombres. Por su acento, deduje que eran cubanos (por su
acento y porque tuve un novio cubano durante cinco años…el espíritu y la elocuencia
me los conozco de sobra).
Uno era más joven que el otro y parecía que llevaba
un tiempo viviendo fuera de la isla y sin visos de regresar a ella. El más
viejo, sonaba a recién llegado y con la expectativa de quedarse. Ambos, en su
mejor versión habanera, salpicada de vehemencia y materialismo dialéctico, discutían
sobre las ventajas y los inconvenientes de la telefonía digital.
-
¡Chico,
pero de qué planeta tú vienes!,
dijo el más joven.
-
¡De
ninguno y clarito te dije que lo que yo quería era un teléfono “normal”, de
teclitas, que solo me sirva para llamar y recibir llamadas!, casi le gritó el viejo.
-
Pero,
asere, ¿qué no entiendes que aquí si no tienes “uasap”, no eres nadie? ¿Que en
la isla no hay “esmarfons”? Chico, todos los jóvenes en la Habana si no lo
tienen, lo sueñan.
-
A
mi me importan tres pares…lo que sueñen o tengan los jóvenes en Cuba. Yo lo que
quiero es no complicarme más la vida, que ya esta de por si bastante complicada,
con un artilugio de estos.
-
Ya
lo sé, ya lo sé. Pero acá, o te modernizas o te quedas rezagado por el camino.
Atiende, por enésima vez, aquí tienes que poner tu nombre clave o PIN para
acceder y bajarte todas las APS que quieras.
-
Y
yo pa’ que coño necesito unas APS, si yo solo quiero llamar y recibir llamadas.
Solo eso, caballero… ¿es mucho pedir?
La discusión se iba volviendo más áspera a medida que
el viejo cuestionaba la existencia de programas, aplicaciones y demás
mecanismos del aparato. Áspera y cómica a la vez. Mientras el joven trataba de
explicarle el funcionamiento de Internet en el móvil, el otro le recriminaba al
capitalismo salvaje y neoliberal todo lo que pasaba por su mente, desde la
hamburguesa con doble queso que se estaba zampando, hasta el más elemental
avance de la tecnología. Sin embargo, sus argumentos no eran vacuos ni producto
de su inflamada verborrea antisistema.
-
Mira
hermano, no es que yo sea un guajiro comemierda recién bajado de la Sierra
Maestra. Lo que pasa es que me niego a obedecer los dictados del colonialismo
digital.
-
¿De
qué? ¡Chico, tú deliras!, le
decía el joven mientras verificaba los últimos whassaps que le habían llegado.
-
Mírate
a ti mismo. No puedes dejar de ver el móvil cada 5 minutos. Eso es lo que yo
quiero evitar. Rehúso a tener que estar conectado de por vida, aceptando
contenidos inútiles y revelando mis datos personales a Google para que luego se
los venda a otros.
-
…
-
Me
niego a estar “geolocalizado” permanentemente. Ya bastante “geolocalizado”
estaba yo en Cuba.
-
…
-
¿Me
estas oyendo?, preguntó al
joven que contestaba dos correos mientras aquel esgrimía sus argumentos más
críticos. ¡Me cago en el “Zukerber” ese y en todos sus muertos!, añadió
el viejo.
El casi monólogo continuaba. El recién llegado citó a
todos los apocalípticos e integrados de la cultura de masas y de la moderna
telefonía digital y, desde luego, a las madres que los habían parido. De pronto,
cuando quedaba claro que no llegarían a ningún lado, surgió ese pequeño destello
de la cubanía que deja a un lado las diferencias para enfatizar aquello
que los une e identifica: el recuento de los amigos que quedaban en la isla.
-
Para...para.
Hagamos una cosa. Mañana mismo te consigo un Nokia y dejamos esto por la paz. ¡Qué
pesado te pones, chico!
-
Vale…vale,
descansó el viejo. Por
cierto, ¿te conté lo de Tamara y Usnavy?
-
¿Usnavy,
el mulatico aquel que tocaba el piano? ¡No me digas que se empató con la Tamara!
¡Madre mía! Asere, ¿y qué fue de la vieja del 24?
Las aguas habían vuelto a su cauce. En lo que limpiaba
la bandeja y me disponía a salir, me vino a la cabeza la imagen de las urracas
parlanchinas de los dibujos animados. Este par lo clavaba. Hay que ver la fauna
urbana que se encuentra uno cuando menos se lo espera.