sábado, 19 de septiembre de 2015

De puertas adentro




A las 7 de la mañana del 19 de septiembre de 1985, un terremoto de 8,1 grados en la escala de Richter devastó el centro de la ciudad de México. Nunca se supo cuántos muertos hubo. Se especuló con diferentes cifras: desde los seis mil y pico que dieron los medios oficiales, hasta los 27 mil registrados por los organismos internacionales. Doscientos cincuenta edificios fueron destruidos y más de 500 quedaron gravemente dañados.

 
Es doloroso ver cómo se parecen las ciudades arrasadas por la guerra a las destruidas por un terremoto. Da igual. Esta imagen, que podría pertenecer a una zona en conflicto, me recuerda el estado que guardaban cientos de fincas cuando salí a recorrer las calles aquella mañana de septiembre. Como en la foto, numerosas fachadas cayeron dejando al descubierto las historias, los sueños, los recuerdos y las miserias de miles de individuos. Es como si, de repente, a plena luz del día, alguien te arrancara la ropa dejándote en bragas. Te da un poco de vergüenza mostrar las grietas y el desorden; la cama a medio hacer y el montón de cajas sin acomodar.

 
“De puertas adentro” es una expresión imposible de concebir al mirar esta fotografía. La intimidad deja de existir. Lo privado se vuelve público ante la curiosidad de los mirones. Y una se pregunta: ¿quién habrá vivido en la primera planta? ¿Se habrá salvado la vieja del tercero?

Por los dibujos de lo que fue la escalera, se nota la mano de aquel adolescente del segundo piso que tanto molestaba a los vecinos. También se respira la pobreza de los inquilinos que no pudieron reunir el dinero para cepillar la madera de las desvencijadas puertas. Claro que nunca falta quien decide plantarle cara a la estrechez y pintar de verde y amarillo las ventanas de su vivienda.

 
Es la imagen de la desolación. De vidas truncadas. De historias rotas. De lo que fue y no volverá a ser. Es la fotografía que nos recuerda que nada ni nadie volveremos a ser los mismos. Nunca más. Como sucede en las ciudades en pie de guerra o en las devastadas por un terremoto.

 

jueves, 4 de junio de 2015

Elogio de la desconexión


A Florencio García Gutiérrez y
su personal elogio de la desconexión.
 
-          Oye esto… “En un mundo en el que la inmediatez y la vecindad son lo habitual, resulta imperativo recuperar el sentido de la distancia como algo que uno debe procurarse para ralentizar el ritmo de la comunicación y la decisión…”
 
-          ¡Ay, no! ¿ya vas a empezar?
 
-          “… para sustraerse a la influencia de las opiniones ajenas y pensar por cuenta propia, para decidir uno mismo en su propio espacio y con su propio tiempo”.
 
-          ¡Buaaaa!
 
-          Atiende, atiende… “En menos de veinte años hemos pasado del placer de la conexión a un deseo latente de desconexión”. Esta es una más de las razones por la que no tengo ni quiero tener “wassap”.
 
-          A ver. ¿No te estarás convirtiendo en una especie de talibán de la tecnología? Yo entiendo que no te quieras comprar un smartphone y andes por la vida con esa antigualla de Nokia, vale, si te funciona, allá tú. Pero de eso, a que vivas obsesionado con tu rollo antisistema, chico…
 
-          Es que no quiero que nadie me imponga nada. No me interesa estar conectado las 24 horas del día. ¡Me asfixia tanta dependencia de Internet!
 
-          Pero, en algún momento de la vida, tendrás que ser parte de este mundo si no quieres quedarte aislado. Además, el Whatsapp es gratis.
 
-          ¿Gratis? ¿Gratis? ¿Tú, de verdad crees que hay algo en la vida que es gratuito? ¡Nada es gratis! Lo que la gente no piensa es que, a través de sus teléfonos inteligentes, está más controlada que nunca. Estamos siendo evaluados, identificados, vigilados… ¡vivimos en un inmenso Gran Hermano… y nadie lo cuestiona!
 
-          Mira, no empecemos.
 
-         
 
-          Vale, te concedo algo de razón, pero por otro lado, tienes que entender que, si no estás conectado, no existes. Yo, por ejemplo, si no tuviera este aparatito que tanto desdeñas, no podría trabajar desde cualquier parte del mundo y a la hora que me de la gana. Este móvil es mi oficina.
 
-          ¿No estarás confundiendo el “networking” con el “overlinking”? ¡Dios, cómo detesto estas palabrejas en inglés! ¿Sabes lo que dice este artículo? Que el exceso de conectividad en el que vivimos ha llegado a provocar, y te lo leo textualmente: “una náusea telecomunicativa, una fatiga tecnológica que se traduce en un deseo de desconexión, aunque sea parcial”.
 
 
-          Oye, yo tampoco estoy tan enganchada. Se cuándo debo parar.
 
-          Tía, pero si no dejas de responder wassaps y mensajes y correos. Si te pasas el día tomando fotos de lo que comes y miras. Si eres la “Madre de todos los Selfies”…
 
-          Pues, ¿sabes qué? Gracias a Facebook he podido recuperar a mis amigas de la primaria. Estoy en permanente comunicación con mis sobrinas de Estados Unidos, puedo visitar en tiempo real -¡quédate con esto!- cualquier museo del mundo; consultar cualquier periódico, revista, libro online; puedo saber la hora exacta en que pasa el autobús o qué obra de teatro esta triunfando en Broadway…
 
-          ¿Y de verdad querías recuperar a tus amigas de la primaria con las que no tienes nada en común? ¿Hace cuánto que no escribes una postal a tus sobrinas? ¿Te sirve de algo saber qué dice el Washington Post o el Times? Pero, ¡si tú ni siquiera hablas inglés, tía! De verdad, ¿te hace falta todo eso que me estás diciendo?
 
-          ¿Sabes lo que eres? ¡Eres un cavernícola!
 
-          Y a ti, ¿sabes lo que te hace falta? Ir a una clínica para desintoxicarte del exceso de conectividad. Yo prefiero seguir aquí, haciendo mi personal elogio de la desconexión.
 
-         
 
-          Vamos, no te enfades. Es que, desde hace tiempo, siento que ya no eres la misma chica de la que me enamoré. La que se emocionaba con mis versos, la que se reía a carcajadas viendo una película en un cine de verdad, la que ahorraba hasta el último céntimo para comprarse un disco. Ahora, contigo, todo es más difícil, tía, menos espontáneo. Vivimos en dos mundos diferentes; tú siempre pendiente del móvil, yo haciendo malabares para llamar tu atención. ¿No te gustaría desenchufarte media hora y venir conmigo al parque?
 
-          ¡Ay, David! No me digas eso que me vas a hacer llorar. Mira, nada más termino de hablar con mi jefe por Facetime y participo un ratito en una crowd intelligence de Personal, y te prometo que te mando un mensaje para vernos esta tarde, ¿te parece?
 
-          -¡Ay, amor! De verdad, contigo, no se puede.
 


domingo, 31 de mayo de 2015

El gol de Messi



Para que regrese pronto
 la luminosa sonrisa de mi querida Nené.

¡¡Me cachis en todos los santos del firmamento, y que Dios me perdone si olvido alguno!! ¡Ay, mi Señor, perdona este lenguaje tan procaz! Ya se que la ira es un pecado muy feo y que esta manera de expresarme no es propia de un hijo tuyo,… pero es que, ¡ya no soporto un balonazo más de aquel niño gordo, el que trae puesta la camiseta de Messi! ¡Ése! ¡Mira que usarme de portería! ¡A mi, San Dionisio, que fui el primer obispo de París!

¡Perdóname, Dios mío! Tampoco quiero pecar de soberbia, pero lo que ha hecho el estúpido concejal de urbanismo de este barrio… ¡no tiene nombre! Yo, que atravesé las Galias para llevar tu palabra a los bárbaros y descreídos, que crucé ríos y montañas para compartir el Evangelio, que sufrí la persecución de Aureliano, que perdí literalmente la cabeza por ti,… creo que merezco un poco más de respeto, ¿no te parece? Haberme puesto aquí en este jardincito perdido de Montmartre, que no sale en ninguna guía turística, a donde solo vienen jubilados tristes y niños insolentes, ¿no es acaso una vergüenza?

No es por refrescar la memoria de nadie, pero todavía recuerdo aquella fría mañana de otoño cuando en la Île de la Cité fui injustamente torturado y sacrificado en tu bendito nombre, junto a mis inolvidables compañeros Rústico y Eleuterio. ¡Me acuerdo y se me vuelve a poner la piel de gallina! Lo de nuestro martirio fue espeluznante, pero lo de mi decapitación fue algo es-pan-to-so, dolorosísimo y muy sangriento. En aquellos tiempos, recordarás, oh, Dios de todos los Hombres, que las hachas no estaban muy bien afiladas que digamos. Ya me hubiera gustado a mí la precisión casi quirúrgica de la guillotina.

Y luego, a tropezones y ensangrentado, tener que recoger mi digna cabeza y andar ¡seis kilómetros! atravesando charcos pestilentes y un montón de callejuelas rebosantes de mierda de Montmartre. ¡Eso fue atroz! Si no hubiera sido por aquella piadosa mujer que me ayudó a enterrar mi exquisita testa, no se que hubiera sido de ella, ¿acaso devorada por hambrientos perros salvajes? ¿hubiera servido de pelota a algún antepasado de aquel niño gordo?

¿Qué quieres que te diga, oh, Padre mío? Aquí me siento muy solo, viene poca gente, muy pocos jóvenes y, encima, tengo que soportar que las palomas me caguen y los perros orinen mi humilde pedestal. Si este sacrificio representa una prueba más, oh, Dios Eterno, envíame una señal y con humildad y amor la cumpliré. Si no es así,…


-          ¡¡Gol! ¡Gol de Messi!!…


¡Ayyyy, niño! Menos mal que lo metiste por donde antes estaba mi cabeza, que si no… la próxima vez, te regreso la pelota y te pego una hostia… ¡que te espanto hasta al ángel de la guarda! ¡Farruco, mocoso maleducado, so pelmazo…!

 

 

viernes, 29 de mayo de 2015

Máscara vs. Cabellera



“¡Pelearaaaán 10 rounds! En esta esquina, el actual líder celestial, amo del cosmos y rey del sol… ¡Tonatiuh! (ovación del respetable público). En esta otra, el padre del agua y de la tierra, el campeón de los relámpagos y la lluvia… ¡Tláloc! (la concurrencia aplaude con enjundia)”. El universo convertido en arena de lucha libre. Comienza la función.


Seis de la tarde. Ciudad de México. Avenida Reforma, Ángel de la Independencia - Glorieta de la Diana. 350 metros que me parecen eternos. Miro al cielo y éste se desploma.

La lluvia en México siempre avisa. Un sonoro CATAPLUM desgarra los nubarrones negros y amenazantes que se han ido formando desde el mediodía. ¿Por qué siempre llueve por la tarde en la ciudad de México y no por la mañana? No tengo la menor idea. Un segundo CATAPLUM lanza enormes goterones de H2O y no se cuántos elementos ácidos más. A dos mil 400 metros sobre el nivel del mar, los chaparrones no pueden ser finos, ya lo dice su nombre CHA-PA-RRÓN. No son como los aguaceros del trópico que se pasean por el follaje de las palmeras y el color de las bugambilias. Tampoco es una llovizna civilizada, como la de Londres, tan puntual y elegante que nos invita a lucir el Burberry´s a juego con el paraguas de puño de madera. No. Aquí cae de sopetón, inunda calles y pasos a desnivel; empapa transeúntes y cala hasta los huesos.
...

¿Por qué la gente se apendeja cuando cae la primera gota de agua? Es la pregunta del millón. Recorrer 100 metros en tardes como ésta puede ocupar 40 minutos. De mi lado derecho, un hombre de mediana edad decide apagar el coche -con lo cara que esta la gasolina, ¡para que gastarla en este caos!-, se afloja el nudo de la corbata, suelta el primer botón de la camisa y enciende un cigarrillo; acomodándose en el asiento de su BMW, prefiere cerrar los ojos e imaginar que ya está en casa. De algo le han servido los cursos de meditación ZEN del mejor SPA de Valle de Bravo. A mi izquierda, en una camioneta roja que parece calentarse, una joven madre, agobiada por el tráfico, empieza a propinar manazos a diestra y siniestra a los tres niños que van en el asiento de atrás. Niños también agobiados que, además, tienen hambre y ganas de hacer pipi.
...

Los coches no avanzan y el chubasco arrecia. Vivo en una ciudad caótica por naturaleza, mal diseñada desde el principio de los tiempos, donde los desagües vomitan agua color marrón y los coches quedan varados a mitad de la avenida por andar subestimando la profundidad del charco. Por las calles convertidas en ríos caudalosos nadan medusas en forma de bolsas de plástico y desechos orgánicos que parecen especies marinas de inquietante procedencia. Mi ciudad como acuario improvisado.
...

Enciendo la radio. Para mi mala suerte acaba de terminar La Hora de los Beatles y empieza el noticiero de las 18:30. ¡Ha pasado media hora y yo sigo en el mismo lugar! ¿Por qué los locutores que dan el pronóstico del tiempo son tan cursis? “Una fuerte precipitación pluvial está afectando el centro del Valle de México”. ¿Precipitación pluvial? ¡No, güey, esto es el pinche diluvio universal! Cómo serán las tormentas en México que hasta los aztecas veneraban a un dios dedicado única y exclusivamente a la lluvia. Y esta tarde, Tláloc sacó el cuchillo de obsidiana y se puso a destripar nubes, abriéndolas en canal y anegando la ciudad.
...

En 20 minutos adelanto 20 metros. ¿Por qué será que siempre que diluvia me acuerdo de Armando Manzanero? Habiendo canciones tan bonitas, como aquella de Serrat (“Llueve, detrás de los cristales, llueve y llueve…”), tengo que acordarme de, “Esta tarde ví llover, ví gente correr y no estabas tú…tutututu”. ¡La neta, qué cursis somos los mexicanos! Se me acaba el repertorio musical y esto no avanza ni madres. ¿Será que nos quedaremos a vivir aquí, durante meses, como en el cuento de Cortázar? O, ¿es que la tromba durará cuatro años, once meses y dos días como en Macondo?
...

Ya falta menos para llegar al cruce y liberarme de este atasco que seguramente me llevará a otros cinco más. ¿Por qué será que cuando llueve los policías de tránsito desaparecen? Tengo una teoría: la lluvia ácida los desintegra.

Ya se ven los vendedores ambulantes. En cuanto se pone el semáforo en rojo, salen disparados a ofrecer su mercancía. La gordita con su canasta de dulces y alegrías –solo en México hay una golosina que se llama así, alegría-, el güero de overol y sombrero tejano con sus quesos menonitas, y el chavo del periódico de la tarde, enfundado en su chamarra de colores chillones –“pa’ que no me atropellen, señito”, me dijo un día. De todos ellos, el que más pena me da es Ramiro, el niño que hace malabares con sus hermanos, y que de grande quiere ser bombero.

Ahora sí. Estoy a dos coches del cruce. Ya solo se oye el chipichipi de la lluvia cuando amaina. “Chipichipi”, ¡qué bonita palabra! Igual que “chingaquedito”, esa llovizna que nos moja cuando salimos a la calle y nos hace dudar entre abrir o no el paraguas. Hermosas palabras que dejan de hacernos gracia cuando pasan semanas y meses y la ropa sigue húmeda y los zapatos cubiertos de barro.

¡Tláloc, por lo que más quieras, apiádate de nosotros!

Miro al cielo y un trocito azul aparece entre el nuberío. Y otro, y otro, y otro más. Parece que el Sol Tonatiuh pretende disputarle el final de la tarde al mismísimo dios de la lluvia. Me gana la risa nomás de imaginar al par de soberbios en su eterno tira-y-afloja, en su función de lucha libre celestial que a los simples mortales nos dejará de propina una tarde con el aire más diáfano, los ahuehuetes más verdes y un intenso y divino olor a tierra mojada.

martes, 26 de mayo de 2015

Afinidad absoluta

A María Victoria Llamas, a quien le robé
un par de frases y montones de ideas.
 

Todo empezó como una promesa electoral. La candidata ofreció, de llegar a la alcaldía, prohibir que los indigentes durmieran en la calle. “Es un fenómeno que debemos erradicar de la capital porque ahuyenta al turismo”, enfatizó en diversas entrevistas. Además, dijo, “se sabe que muchos de ellos son de origen extranjero”. Ni tardo ni perezoso, el partido político de ultraderecha, que ya formaba parte del gobierno nacional, exigió que se distinguiera a los pordioseros que fueran ciudadanos del país de los que no, con objeto de ayudar solamente a los compatriotas. A éstos se les impuso una chapa con los colores de la bandera; a los otros, unas de color marrón, gris o negro, dependiendo de si procedían de América Latina, Europa del Este o África.

Días después, la Iglesia pidió a la candidata, muy devota del Jesús de Medinacelli, que, en el nombre de Dios, hiciera algo para diferenciar a las mujeres que habían abortado, a las que usaban métodos anticonceptivos y a las vírgenes. De esa manera, afirmaba el Nuncio, se conocería “la calidad moral de las hijas de Eva”. La candidata, con tal de ganar los votos del electorado católico, inició la entrega de distintivos en forma de triángulo: blanco para las castas, azul para las que tomaban anticonceptivos y rojo para las pecadoras. Unas horas más tarde, los líderes de las religiones minoritarias del país anunciaron su deseo de ser identificados para demostrar que su grey era mucho mayor de lo que el censo afirmaba. Salieron entonces a relucir unos rectángulos verdes (para los musulmanes), amarillos (para los evangelistas) y rosas (para los Testigos de Jehová). Otras sectas menos conocidas recibieron unos de color indefinido.

Como la “lideresa” era sumamente ambiciosa, accedió a las peticiones de filiación de prácticamente todos los colectivos de la ciudad por más absurdas que fueran. La profusión de símbolos fue tal, que llegó el momento en que no había un trozo de ropa libre de emblemas y marcas. En poco tiempo, surgieron propuestas para fichar otras cualidades y características: en qué barrio se vivía, cuál era el nivel de estudios o el estado civil, qué enfermedades se padecían, cuáles las preferencias sexuales o qué tipo de aficiones se tenía.

Al calor de las declaraciones de la aspirante a alcaldesa, que llamaba "camorristas, pendencieros e hijoputas" a quienes se negaban a ser identificados, nació también la desconfianza hacia aquellos que portaban insignias distintas. El gobierno que la apoyaba, al percatarse de las ventajas de este nuevo "divide y vencerás", emitió diversos decretos que obligaban a  todos los ciudadanos a ser registrados so pena de cárcel.

A medida que crecían las filas de individuos a la espera de nuevos logos y membretes, aumentaban las discrepancias y se ahondaban las brechas. El recelo se cotizaba a la alza. Los escrúpulos se multiplicaban por decenas.

Quedó vedada la convivencia entre desiguales. Quedó prohibido compartir casa, escuela, medios de transporte y cualquier actividad social entre incompatibles. Solo estaba permitida la afinidad absoluta.

Hartos de tanta diferenciación, día tras día, numerosas tribus, clanes y castas de toda índole abandonaban la capital del país. Ni los indigentes se quisieron quedar. Poco a poco, las viviendas se deterioraron, las fábricas y centros de trabajo cerraron y las universidades desaparecieron.

La ciudad se fue quedando sola. Los pocos que decidieron permanecer se miraban con suspicacia.

Singular y único, cada individuo quedó aislado y se convirtió en el otro. A fin de cuentas, todos acabaron siendo los demás.

Entonces, se hizo el silencio. Y toda forma de vida cesó para siempre.

viernes, 15 de mayo de 2015

Jurar en vano



“¡Te juro que no lo quería hacer!” Podría ser tu epitafio. Odiaba tanto esas palabras y, sin embargo, estoy a punto de repetirlas. No pensaba hacerlo pero recordé la primera vez que las pronunciaste. Siempre era una primera vez: el primer empujón, la primera bofetada, el primer ojo morado, la primera pierna rota…

Detestaba esas siete palabras que intentaban cicatrizar mis heridas y calmar tus culpas. “¡Te juro que no lo quería hacer!”, me decías, pero lo volvías a hacer, una y otra y muchas veces más. Y yo tenía que mentir, maquillar mi rostro, inventar una excusa. Así fue durante años, hasta que ya no pude resistir. Por eso, desde lo alto de este ciprés que sirve de atalaya a mi alma desconsolada, he decidido jurar en vano. No me lo pensé dos veces. En cuanto te vi cruzar esa puerta y andar por los estrechos caminos que vigilan decenas de ángeles de yeso y vírgenes atormentadas, supe que lo haría.

Estaba segura de que hoy vendrías a dejar las flores que tanto me gustaban, acompañado de mis llorosas hermanas que nunca me creyeron cuando les decía que Mr. Hyde habitaba detrás de tu tímida sonrisa. ¡El pobre viudo! ¡El pobre y joven y apuesto y trabajador viudo! ¡Tan buen hombre, incapaz de levantar la mano, ni en defensa propia! Por eso, en esta mañana de ruiseñores y luz de primavera, repito tus malditas palabras, “¡Te juro que no lo quería hacer!”.


Nunca se supo cómo fue que aquel rayo desgajó el trozo de lápida que limitaba mi tumba. La enorme pieza de granito que contenía la frase “Extremadamente veloz es la venganza de los muertos”, Pireo, siglos II-III d. C., aplastó tu cabeza. Los de la ambulancia no pudieron hacer nada para reanimarte. Mi alma, por fin, descansa en paz.

viernes, 17 de abril de 2015

No todos los negros venimos en patera


Para mi hermana africana
 

¡Ring…ring! Suena el despertador. Son las cuatro y media de la madrugada y M. tiene que soportar un día más en el hospital. A pesar de su maestría en Letras Francesas, el único trabajo que ha conseguido en el último año es el de limpiar quirófanos en una clínica privada. Aparte del horario y el sueldo miserable, lo que más le pesa es tener que toparse con la jefa de enfermeras, una dominicana de malos modos y peor carácter; una mujer bajita, mulata, de fuerte acento caribeño y que, junto con el pasaporte español, ha logrado hacer suyo lo peor de este país, la mala leche.

“Cuando gane un poco más, me mudo a un piso para mi solita”, exclama mientras abre el grifo de la ducha y se percata de que no hay agua caliente. A ninguno de sus cuatro compañeros se le ha ocurrido comprar la bombona de gas. “Pues si no hay gas, no hay té”, se rinde. Tendrá que robarle cinco minutos al curro para tomarse una infusión de máquina y un paquete de galletas. Sale al frío de la madrugada. Tirita y se frota las manos intentando calentarlas un poco. Los pies le duelen al sentir el piso helado. Tiene que caminar seis calles hasta la boca del metro. Odia los largos inviernos madrileños. Añora el calor de su tierra.

Una hora más tarde, llega al hospital. Para su fortuna, la jefa de enfermeras no está. Pero su suerte no es tanta porque en el pasillo descubre al Dr. Aparicio, el mismo que ha intentado meterle mano cada vez que la encuentra en el quirófano. “Señora guapa. Qué temprano llega usted. ¡Uy, que frías tiene las manos! Démelas que aquí se las caliento”, le dice mientras intenta coger una de sus muñecas. Ella se suelta con rabia –la primera bilis del día- y sigue caminando. “Negra de mierda, un día de estos te vas a enterar”, masculla el médico en voz baja.

Desde que llegó a España, M. B., esta senegalesa especializada en Gestión Política y doctoranda por la Universidad Complutense, ha tenido que enfrentar toda clase de prejuicios. Su metro ochenta y sus ojos abismales no han sido capaces de inhibir las burlas de los adolescentes que en el metro le tiran pipas, o le arrebatan el libro que va leyendo mientras exclaman: “¡Mira, el gorila sabe leer!”. Por su color de piel, las dependientas no la atienden, o simplemente, al preguntar por el precio de unos zapatos, le responden: “¿Y tienes dinero para comprarlos?”. Su cuerpo, fuerte y concupiscente, es la diana perfecta para insolentes, degenerados y violentos.

A las dos de la tarde sale del hospital y se encamina a la universidad. Justo en la estación de Cuatro Caminos, lugar de reunión de cientos de inmigrantes, hay una redada de la policía. A gritos y empujones, los agentes le exigen su documento de identidad. Se lo arrebatan de las manos y le preguntan a qué se dedica. Al responder que estudia en la Complu, el policía la mira de arriba abajo y sonriéndole con sorna le dice, “¿no serás puta de la Casa de Campo, verdad?”. Es lo que hay que soportar.

De regreso a casa (por llamar de algún modo el cuartucho que habita), pasa por la frutería. El dueño, un marroquí afincado en España desde hace años, atiende a una mujer mayor, de esas que siempre están como recién salidas de la estética y que ven con recelo a todo aquel que no se le parece. Para ella, el barrio se ha llenado de sudacas, negros y moros que solo vienen a robar el trabajo de los españoles. Esta convencida, como dice el gobierno, que las mujeres latinoamericanas se aprovechan de la sanidad pública para hacerse mamografías gratis. Cree, sinceramente, que España es una, grande y libre, pero no para los inmigrantes que invaden con sus alimentos extraños, sus pañuelos en la cabeza o sus costumbres religiosas.

De reojo, la anciana observa las manos largas y finas de M. que escogen delicadamente la fruta mientras canta una nana de su tierra (es su manera de conectarse mentalmente con sus hijos pequeños que viven en Dakar). “¿Qué idioma habla usted? ¡Por Dios!”, decide enfrentar a M. Ésta le responde con fingida amabilidad: “Hablo francés, castellano, inglés y wólof, que es la lengua de mi país. Y usted, ¿cuántos habla?”. La mujer tuerce la boca y murmura algo incomprensible. Pero M. lo pilla al vuelo y le responde: “No, señora, se equivoca. Yo entré por Barajas. Y es que, aunque usted no lo crea, no todos los negros venimos en patera. Buenas noches”.

Mohamed arquea las tupidas cejas, los ojos de la mujer se abren como platos y M. sale de la tienda saboreando su diminuta victoria del día.

martes, 31 de marzo de 2015

Fauna urbana



Hay que ver la clase de fauna que uno se encuentra en cualquier McDonald’s a las 10 de la noche. ¡Nada que ver con las colas de guiris del mediodía, ni con los niños gritones a la hora de la merienda!

Hace un par de días, volvía de una conferencia sobre los beneficios de la dieta mediterránea y los perjuicios de la comida basura. Venía muerta de hambre y el bar de la esquina estaba cerrado. A esa hora, lo único que distinguieron mis cansados ojos fue la hamburguesería de la gran m. ¡Cosas del destino!

Localicé un rincón alejado. A dos mesas de la mía, una mujer muy alta y robusta, vestida con un enorme blusón blanco y negro, masticaba apaciblemente una ensalada. Sus ojos mansos y su mirada clavada en un punto fijo me hicieron pensar en una vaca. Y es que hay gente que tiene más de animal que de humano.

Más allá, cerca de la salida, un hombre mayor, delgado y elegantemente vestido, escribía sin parar en una libreta de tapa negra. Me llamó la atención su estilográfica Montblanc y la profusión de sus palabras. De vez en cuando levantaba la vista de la mesa, donde se enfriaba el cuarto café cortado de la noche, y volvía a su escritura como si hubiera encontrado inspiración. Si hubiera sido animal, sería un flamenco, pensé.

Deglutía yo la hamburguesa estrella, diseñada expresamente por un chef dos estrellas Michelín, con la vana ilusión de estar comiendo alguna delicia más o menos decente, cuando a mis espaldas escuché la conversación de dos hombres. Por su acento, deduje que eran cubanos (por su acento y porque tuve un novio cubano durante cinco años…el espíritu y la elocuencia me los conozco de sobra).

Uno era más joven que el otro y parecía que llevaba un tiempo viviendo fuera de la isla y sin visos de regresar a ella. El más viejo, sonaba a recién llegado y con la expectativa de quedarse. Ambos, en su mejor versión habanera, salpicada de vehemencia y materialismo dialéctico, discutían sobre las ventajas y los inconvenientes de la telefonía digital.

 
-         ¡Chico, pero de qué planeta tú vienes!, dijo el más joven.

-         ¡De ninguno y clarito te dije que lo que yo quería era un teléfono “normal”, de teclitas, que solo me sirva para llamar y recibir llamadas!, casi le gritó el viejo.

-         Pero, asere, ¿qué no entiendes que aquí si no tienes “uasap”, no eres nadie? ¿Que en la isla no hay “esmarfons”? Chico, todos los jóvenes en la Habana si no lo tienen, lo sueñan.

-         A mi me importan tres pares…lo que sueñen o tengan los jóvenes en Cuba. Yo lo que quiero es no complicarme más la vida, que ya esta de por si bastante complicada, con un artilugio de estos.

-         Ya lo sé, ya lo sé. Pero acá, o te modernizas o te quedas rezagado por el camino. Atiende, por enésima vez, aquí tienes que poner tu nombre clave o PIN para acceder y bajarte todas las APS que quieras.

-         Y yo pa’ que coño necesito unas APS, si yo solo quiero llamar y recibir llamadas. Solo eso, caballero… ¿es mucho pedir?

La discusión se iba volviendo más áspera a medida que el viejo cuestionaba la existencia de programas, aplicaciones y demás mecanismos del aparato. Áspera y cómica a la vez. Mientras el joven trataba de explicarle el funcionamiento de Internet en el móvil, el otro le recriminaba al capitalismo salvaje y neoliberal todo lo que pasaba por su mente, desde la hamburguesa con doble queso que se estaba zampando, hasta el más elemental avance de la tecnología. Sin embargo, sus argumentos no eran vacuos ni producto de su inflamada verborrea antisistema.


-         Mira hermano, no es que yo sea un guajiro comemierda recién bajado de la Sierra Maestra. Lo que pasa es que me niego a obedecer los dictados del colonialismo digital.

-         ¿De qué? ¡Chico, tú deliras!, le decía el joven mientras verificaba los últimos whassaps que le habían llegado.

-         Mírate a ti mismo. No puedes dejar de ver el móvil cada 5 minutos. Eso es lo que yo quiero evitar. Rehúso a tener que estar conectado de por vida, aceptando contenidos inútiles y revelando mis datos personales a Google para que luego se los venda a otros.

-        

-         Me niego a estar “geolocalizado” permanentemente. Ya bastante “geolocalizado” estaba yo en Cuba.

-        

-         ¿Me estas oyendo?, preguntó al joven que contestaba dos correos mientras aquel esgrimía sus argumentos más críticos. ¡Me cago en el “Zukerber” ese y en todos sus muertos!, añadió el viejo.

El casi monólogo continuaba. El recién llegado citó a todos los apocalípticos e integrados de la cultura de masas y de la moderna telefonía digital y, desde luego, a las madres que los habían parido. De pronto, cuando quedaba claro que no llegarían a ningún lado, surgió ese pequeño destello de la cubanía que deja a un lado las diferencias para enfatizar aquello que los une e identifica: el recuento de los amigos que quedaban en la isla.


-         Para...para. Hagamos una cosa. Mañana mismo te consigo un Nokia y dejamos esto por la paz. ¡Qué pesado te pones, chico!

-         Vale…vale, descansó el viejo. Por cierto, ¿te conté lo de Tamara y Usnavy?

-         ¿Usnavy, el mulatico aquel que tocaba el piano? ¡No me digas que se empató con la Tamara! ¡Madre mía! Asere, ¿y qué fue de la vieja del 24?

 
Las aguas habían vuelto a su cauce. En lo que limpiaba la bandeja y me disponía a salir, me vino a la cabeza la imagen de las urracas parlanchinas de los dibujos animados. Este par lo clavaba. Hay que ver la fauna urbana que se encuentra uno cuando menos se lo espera.


domingo, 29 de marzo de 2015

Aplausos


a Carmen Aristegui

“10 euros la jornada, más bocadillo y refresco. Además, nos llevan y nos traen en autobús. ¿Cómo ves? ¿Te apuntas?”, le espetó Maruja, la vecina cotilla y tele-adicta que andaba organizando el viaje al programa de televisión de mayor audiencia. Necesitaban público y ellos, jubilados ociosos y aburridos, eran los más indicados para sentarse durante horas a aplaudir a un montón de mentecatos.  

 
¡10 euros! Sonaba tentador, sobre todo después de haber malvendido su Olivetti portátil a una tienda vintage y su amadísimo María Moliner (primera edición) para completar el alquiler del mes pasado. Sin embargo, más que los 10 euros, la invitación le reabría un viejo deseo de venganza. Sí, ésta era la oportunidad de reivindicar lo que injustamente le habían quitado.

 
Habían pasado 30 años desde que el dueño de la televisión más influyente y poderosa del país la había despedido. No, no la había despedido… ¡la había echado por ser la mejor guionista, la más rigurosa, la más brillante y laureada! Sus textos gozaban de gran prestigio y sus comentarios eran sumamente valorados al diseñar las series más aclamadas por el público. Entonces, llegaron ellos. Los jovencitos recién salidos de aquella universidad pija empezaron a desmantelar la empresa y a llenar de contenidos vulgares todos y cada uno de los programas.

 
De camino a la emisora, le vino a la cabeza, una vez más, el episodio que fue la gota que derramó el vaso. Le habían encomendado el guión de un reportaje especial sobre el SIDA. Era un tema difícil de abordar en aquellos tiempos por la ignorancia y los prejuicios que había en la sociedad. Ella le dedicó horas de investigación escrupulosa. Se empleó a fondo en la redacción y la edición de cada capítulo; hasta la música y la tipografía de las entradas fueron minuciosamente examinadas. Los médicos encargados de supervisar el contenido final quedaron tan satisfechos que deseaban presentarlo  ante la Organización Mundial de la Salud como “ejemplo de respeto y rigor periodístico”. Pero llegó el hombre más poderoso de la televisión, con sus ínfulas de grandeza y arrogancia. Después de ver el video, le exigió algunos cambios que la obligaban a tergiversar la realidad y a desinformar a la audiencia. “Para que me entiendas”, le dijo, “el enfoque que quiero es de este color”, y señaló un lápiz amarillo, “¿está claro?”.

 
Hasta aquí podíamos llegar. Ella se negó a transformar el programa. No podía pasar por encima de la dignidad de las personas y la confidencialidad de sus testimonios. Así pues, “el patrón”, como exigía que le llamaran sus subalternos, la despidió sin miramientos amenazándola con prohibirle la entrada a su empresa y a las de todos sus competidores. Ella nunca logró conseguir otro trabajo igual. Las puertas se le cerraron una tras otra. De vez en cuando, los amigos le echaban una mano pidiéndole alguna corrección de estilo. Escribió horóscopos, discursos políticos, boletines de prensa. Como pudo, fue tirando.

 
Treinta años habían pasado desde la última vez que pisó aquellos estudios que conocía como la palma de su mano. Poco habían cambiado las instalaciones y estaba segura de reconocer los vericuetos que llegaban a la oficina del “patrón”.

 
La rabia que durante años le carcomió el alma y creía superada, regresó con una furia inaudita. Logró desprenderse del grupo de jubilados y subir al piso de los directivos. Tenía que visitar a ese dictadorzuelo que le había arruinado la vida y decirle unas cuantas verdades, aunque fuera demasiado tarde. Recordó el pasadizo que llegaba directamente a su despacho. Con cautela lo recorrió intentando no hacer ruido, aunque el latido de su corazón estuviera a punto de delatarla.

 
Abrió la puerta. El hombre más poderoso de la televisión estaba ahí. Hecho una ruina. Sentado frente a la ventana de siempre, pero ahora conectado a un respirador y a una silla de ruedas, ya no infundía tanto miedo. Se acercó poco a poco. Él ladeó la cabeza al oír sus pasos. Sus ojos se encontraron. Los de ella enfurecidos; los de él, apagados y casi ciegos. Entonces le dijo: “Soy Gloria Corona y vengo a cobrarle una deuda pendiente desde hace 30 años”. Las manos temblorosas del que fuera su jefe intentaron llegar al timbre del escritorio para pedir ayuda. Ella lo impidió. “¿Se acuerda? Usted acabó con mi carrera, pero ya veo que la vida se lo está cobrando con creces”. Lo vio tan disminuido por la enfermedad, tan poquita cosa, que ella solo atinó a esbozar una sonrisa de triunfo. Él la miraba aterrado, imaginando acaso que fuera capaz de desconectar el pulmón artificial que lo mantenía vivo. “¡Quién lo iba a decir! El hombre más poderoso de la televisión es una piltrafa, un despojo humano a punto de palmarla”. No supo de dónde sacó fuerza y ánimo para dar media vuelta y salir del enorme despacho sin atreverse a tocar el mecanismo de aquella máquina. La vida, o la muerte, se encargarían de hacerlo.

 
Bajó por los atajos de su juventud y se reincorporó al grupo de jubilados que ya se enfilaba a las gradas del auditorio. Ella no necesitó que el jefe de piso le diera señales a la hora de aplaudir. Fue tal el entusiasmo y la alegría, el ritmo y la cadencia que imprimió en cada palmoteo, que el equipo de producción decidió ficharla para próximas emisiones. ¡Por fin había llegado su momento de gloria!

 

jueves, 26 de marzo de 2015

Papalotl


a Francisco Toledo
 
¿Qué hace un hombre viejo volando papalotes? Papalotes, y no cometas de papel. Mariposas, en náhuatl. El origen de la palabra lo dice todo.
 A simple vista podría pensarse que se trata de un lunático que ha perdido el último clavo de la cordura. O de un marihuano que anda corriendo por las calles porque necesita recordar que algún día fue niño. Algunos dicen que es el hombre más juicioso del país. Puede ser las tres cosas.
Este viejo-loco, niño-sabio, vuela no uno, sino cuarenta y tres papalotes que encarnan cuarenta y tres vidas truncadas por la barbarie. Cuarenta y tres papalotes que arrastran sus largas y blancas colas de hilacho, que juegan con el viento y el sol, y cortan el aire –y la respiración- como rápidas y silenciosas saetas. Nada, ni los árboles ni las nubes pueden alcanzarlos, ni siquiera el horror que rompió las vidas de cuarenta y tres jóvenes, pobres, indígenas, futuros maestros de indígenas pobres, igualitos a ellos, que revolotean sobre nuestras conciencias.
Seis meses han pasado desde la masacre. Este viejo-chiflado, niño-sabio, es solo un artista iluminado, acaso el más grande de todos, que nos recuerda con sus papalotes blancos y luminosos que la vida también se parte con un sonoro crujido, como el hilo que permite el vuelo de sus mariposas de papel.


jueves, 19 de marzo de 2015

Orshbud

Al calor de una probable herencia, los sobrinos de la tía Leila la rodearon en su lecho de muerte. La pobre vieja languidecía entre almohadones de seda y crucifijos de marfil. Un cirio puesto a San Judas Tadeo parpadeaba a punto de extinguirse.
 
“Orshbud”, musitaron de repente sus labios moribundos. “¿Orshbud?”, exclamaron todos en voz baja. “¿Será la clave de acceso al ordenador?”, pensó Beto, el más joven, pero recordó que la tía nunca tuvo uno, a lo más que llegó fue a un vídeo VHS donde veía sus películas favoritas.
“¿Será el nombre del banco suizo donde tiene el dinero?”, sospechó Daniel, el sobrino emprendedor que siempre estaba en la ruina, mientras sumaba y restaba mentalmente el patrimonio de la solterona.
Entonces, Renata, la melodramática de la familia, se atrevió a decir en voz alta lo que todos adivinaban: “Es su último estertor. ¡Se nos ha ido la pobre Leila!”. Su hermana Carmen dio un brinco y entre sollozos recorrió la vista por aquel cuarto encerrado y oscuro intentando localizar la cajita de las joyas. “¿Dónde la habrá escondido? ¿Orshbud no era el nombre de su diamante favorito?”, se preguntó sonándose ruidosamente la nariz.
 
Todos, menos Juan, hacían cuentas, saldaban deudas, planeaban viajes imaginarios. Juan era el sobrino que mejor conocía a la tía Leila porque era el único que la visitaba. Pasaban tardes enteras hojeando viejos álbumes de fotos de cuando ella hizo sus pinitos en Hollywood. ¡Era tan bella que hasta el mejor director de todos los tiempos sucumbió a sus encantos! Tía y sobrino disfrutaron de inolvidables tardes de buen cine, llorando en la última escena de Casablanca, o carcajeándose con alguna película de los Hermanos Marx.
 
Solo él conocía el significado de aquella extraña palabra. Bastaba con revisar el vídeo para darse cuenta de que la última película que Leila vio antes de morir fue Ciudadano Kane y que, ya sin dentadura postiza y paralizada de medio cuerpo, lo único que intentó balbucear fue “Rosebud”.  
Nadie entendió por qué Juan guiñó un ojo y sonrió con picardía al techo. Era su adiós al espíritu de Leila que ya volaba a los brazos de su amado Welles.

viernes, 13 de febrero de 2015

Arañas



Paralizado como estoy desde hace años, la perturbadora presencia de mi madre es mi única compañía.


Acaba de salir de casa. Es la clienta favorita de Rosa, la chica que vende lanas en la calle del Perill. Es una buena tejedora pero un mal bicho, mi madre. Cuando la observo me pregunto dónde quedó su belleza. Aquel cuerpo estilizado de piernas perfectas que eran la envidia de la familia y el barrio. Sus largas y seductoras piernas, “igualitas a las de Marlene Dietrich”, decía entre risas. Hoy, se han convertido en dos escuálidas y retorcidas hilachas que soportan el peso de un abultado vientre, cada vez más grande y redondo.

Desde la muerte de papá, ella quedó muy tocada. Estaba convencida de que él regresaría de uno de sus tantos viajes y lo esperaba tejiendo y destejiendo sueños e ilusiones. Los médicos le diagnosticaron algo así como un complejo de Penélope. Poco a poco, se fue transformando en un ser sigiloso, pero sombrío. Siempre vestida de negro. Siempre enganchada a su inacabable tarea, creando su propia mortaja y arrastrándome a este delirio en el que vivimos.  


Mis ojos tropiezan con una fotografía de mis padres. ¡Qué guapos eran! Ella, sobre todo. ¡Por Dios, qué fue de esos brazos tan cálidos que me acunaban! Aquellas manos que me acariciaban de niño. Deformadas por la artritis, ahora parecen unas tenazas de dedos huesudos que no cesan de moverse, hilando y deshilando las mejores lanas de Australia.


De niña, a mi madre le gustaban los insectos. Le cautivaba observar a las arañas del jardín tejer sus delicadas telas para atrapar a moscas y grillos. Muchas veces, ella misma les facilitaba las presas. Le excitaba ver cómo las devoraban, poco a poco, con ese “crac, crac” casi imperceptible.

Yo, de niño, tuve una tarántula que se llamaba Lola. Aprendí que son carnívoras, ágiles, fuertes y algunas son venenosas. Lola era mi única amiga porque mamá no me dejaba salir a jugar al parque. Aunque fui un niño sobreprotegido y enfermizo, salí adelante y fui feliz. Estudié una carrera, me fui a Estados Unidos, tuve una novia y cuando me iba a casar con ella, ¡zaz! mi madre me avisó de que papá había muerto. Nunca supe de qué.


Ha llegado. Lo se por el chirrido de la puerta. Nunca escucho sus pasos.
Desde este rincón donde estoy inmovilizado, veo acercarse su diminuta cabeza anclada a ese inmenso cuerpo en el que no existe un milímetro de cuello. Una cabecita de la que sobresalen sus ojillos inquietos y una mueca que pretende ser sonrisa y de la que destacan dos pequeños colmillos. Viene a darme el beso de las buenas noches. Me aterra su presencia.


A veces me gustaría soltarme, pero ya no tengo más fuerza. Estoy atrapado en esta maldita red de sedas, linos y algodones que mi madre me ha tejido…desde siempre.