“La Tierra
tiene forma de pera”. Así de
contundente y absurda era la tía Vita. De nada le valían las fotos satelitales,
ni la opinión de los astrónomos ni de los científicos de la NASA. Para ella, el
planeta tenía forma de pera… y ya está.
En todas las familias siempre hay una tía soltera,
pero la nuestra era única. Quizás por esa tozudez tan suya nunca se casó,
aunque pretendientes no le faltaron. A sus maneras inexplicables e ilógicas
llegaron a acostumbrarse sus sobrinos. Les hacía gracia sus comentarios llenos
de humor, sus recuerdos de otros tiempos, su voz caprina cuando cantaba algún
bolero.
La tía Vita era adicta a las compras en El Palacio
de Hierro, el mejor almacén de la ciudad. Era su madriguera favorita y ostentaba
una tarjeta de crédito que, debidamente protegida en una carterita de plástico
amarillo, sacaba con desparpajo en la adquisición de faldas y camisas de
variados estilos; aunque llegó a coleccionar más de sesenta blusas, siempre
usaba la misma: una blanca de lacito al cuello. Aficionada a la lectura
clandestina de la revista HOLA en el Sanborn´s del Ángel, otra de sus guaridas
preferidas, llegó a ser experta en la vida y obra de todos los miembros de las
casas reales europeas de los que contaba sus intimidades como si de una prima
cercana se tratara. Antes de relatar el último chisme de alguna princesa
monegasca, tosía con discreción, miraba de un lado a otro - como si temiera que
alguien más la oyera- y con cierto retintín reseñaba la historia. Incapaz de expresar
una grosería, prefería decir que fulanita tenía fama de “frutita”, o que
perenganito era “un ojo alegre”. Cuando un hombre abandonaba a una mujer –cosa
muy común en México- la tía Vita soltaba frases como “zutanito le hizo al
patito zambullidor”. A ella le debemos conceptos como el célebre: “entre esos
dos hablan latín, latón y lámina acanalada”, cuando de unos amantes se trataba.
Poseía como nadie el don de inventarse colores, de ahí el “gris munición” o “el
rojo enchilado”. Ningún Pantone se le resistía.
La nota roja también ejerció una extraña
fascinación en ella. Se aficionó a recopilar datos de última hora de cualquier
suceso donde hubiera muertos y heridos: desde terremotos y ataques terroristas,
hasta vulgares crímenes de pasión. ¡Ay de ti si te adelantabas a darle la mala
noticia! Te miraba con algo de reconcomio y te preguntaba, “¿quién te lo
dijo?”. De hecho, bajo su colchón, llegó a esconder decenas de ejemplares del
sensacionalista ALARMA que, cuentan las malas lenguas, leía con avidez cada
noche. Sin duda, hubiera sido una gran reportera de sucesos.