En el mundo real, como en el ajedrez, el poder se
ejerce como un duelo de voluntades. Es un campo de batalla donde los
contrincantes se enfrentan sin tregua. Podría decirse que sin misericordia, con
el único afán de ganar territorios y obtener la cabeza del otro.
Son hombres los que, generalmente, ejecutan los
designios del poder. Bajo una máscara de afable urbanidad, ellos deciden
quienes son torres y alfiles, a qué rey proteger o sacrificar. Como los
individuos de la imagen, los poderosos -amables y educados- saben que un simple
movimiento en el tablero puede desencadenar una guerra.
Lo que ellos ignoran es que su dominio es relativo y
que no se puede vencer a la humanidad tan fácilmente. Porque, entre tanta
desolación, de repente, surge la sonrisa clara e inocente de un niño. Como el
pequeño de la fotografía, que emerge de entre los escombros por una calle rota,
como su porvenir.
En cualquier situación de crisis, ya se trate de
guerras, pobreza o catástrofes naturales, los niños son las mayores víctimas. Aunque
también es cierto que ellos nos recuerdan que la vida sigue. Son criaturas vulnerables
emocionalmente, pero luego descubren una bicicleta y son capaces de alcanzar un
momento de felicidad.
El niño de la imagen, un simple peón en el tablero de
ajedrez, ha decidido seguir jugando. No importa que nadie lo acompañe en la
partida. A pesar del barrio devastado donde vive, él se divierte y nos enseña
que, con un poco de alegría, es posible hacer un Jaque Mate perfecto a la desgracia.