Para mi hermana africana
¡Ring…ring!
Suena el despertador. Son las cuatro y media de la madrugada y M. tiene que soportar
un día más en el hospital. A pesar de su maestría en Letras Francesas, el único
trabajo que ha conseguido en el último año es el de limpiar quirófanos en una
clínica privada. Aparte del horario y el sueldo miserable, lo que más le pesa
es tener que toparse con la jefa de enfermeras, una dominicana de malos modos y
peor carácter; una mujer bajita, mulata, de fuerte acento caribeño y que, junto
con el pasaporte español, ha logrado hacer suyo lo peor de este país, la mala
leche.
“Cuando gane un poco más, me mudo a un piso para mi
solita”, exclama mientras abre el
grifo de la ducha y se percata de que no hay agua caliente. A ninguno de sus
cuatro compañeros se le ha ocurrido comprar la bombona de gas. “Pues si no
hay gas, no hay té”, se rinde. Tendrá que robarle cinco minutos al curro
para tomarse una infusión de máquina y un paquete de galletas. Sale al frío de
la madrugada. Tirita y se frota las manos intentando calentarlas un poco. Los
pies le duelen al sentir el piso helado. Tiene que caminar seis calles hasta la
boca del metro. Odia los largos inviernos madrileños. Añora el calor de su
tierra.
Una hora más tarde, llega al hospital. Para su
fortuna, la jefa de enfermeras no está. Pero su suerte no es tanta porque en el
pasillo descubre al Dr. Aparicio, el mismo que ha intentado meterle mano cada
vez que la encuentra en el quirófano. “Señora guapa. Qué temprano llega
usted. ¡Uy, que frías tiene las manos! Démelas que aquí se las caliento”,
le dice mientras intenta coger una de sus muñecas. Ella se suelta con rabia –la
primera bilis del día- y sigue caminando. “Negra de mierda, un día de estos
te vas a enterar”, masculla el médico en voz baja.
Desde que llegó a España, M. B., esta senegalesa especializada
en Gestión Política y doctoranda por la Universidad Complutense, ha tenido que
enfrentar toda clase de prejuicios. Su metro ochenta y sus ojos abismales no
han sido capaces de inhibir las burlas de los adolescentes que en el metro le
tiran pipas, o le arrebatan el libro que va leyendo mientras exclaman: “¡Mira,
el gorila sabe leer!”. Por su color de piel, las dependientas no la
atienden, o simplemente, al preguntar por el precio de unos zapatos, le
responden: “¿Y tienes dinero para comprarlos?”. Su cuerpo, fuerte y
concupiscente, es la diana perfecta para insolentes, degenerados y violentos.
A las dos de la tarde sale del hospital y se encamina
a la universidad. Justo en la estación de Cuatro Caminos, lugar de reunión de
cientos de inmigrantes, hay una redada de la policía. A gritos y empujones, los
agentes le exigen su documento de identidad. Se lo arrebatan de las manos y le
preguntan a qué se dedica. Al responder que estudia en la Complu, el policía la
mira de arriba abajo y sonriéndole con sorna le dice, “¿no serás puta de la
Casa de Campo, verdad?”. Es lo que hay que soportar.
De regreso a casa (por llamar de algún modo el
cuartucho que habita), pasa por la frutería. El dueño, un marroquí afincado en
España desde hace años, atiende a una mujer mayor, de esas que siempre están
como recién salidas de la estética y que ven con recelo a todo aquel que no se
le parece. Para ella, el barrio se ha llenado de sudacas, negros y moros que
solo vienen a robar el trabajo de los españoles. Esta convencida, como dice el
gobierno, que las mujeres latinoamericanas se aprovechan de la sanidad pública
para hacerse mamografías gratis. Cree, sinceramente, que España es una, grande
y libre, pero no para los inmigrantes que invaden con sus alimentos extraños,
sus pañuelos en la cabeza o sus costumbres religiosas.
De reojo, la anciana observa las manos largas y finas
de M. que escogen delicadamente la fruta mientras canta una nana de su tierra
(es su manera de conectarse mentalmente con sus hijos pequeños que viven en
Dakar). “¿Qué idioma habla usted? ¡Por Dios!”, decide enfrentar a M. Ésta
le responde con fingida amabilidad: “Hablo francés, castellano, inglés y wólof,
que es la lengua de mi país. Y usted, ¿cuántos habla?”. La mujer tuerce la
boca y murmura algo incomprensible. Pero M. lo pilla al vuelo y le responde: “No,
señora, se equivoca. Yo entré por Barajas. Y es que, aunque usted no lo crea, no
todos los negros venimos en patera. Buenas noches”.
Mohamed arquea las tupidas cejas, los ojos de la mujer
se abren como platos y M. sale de la tienda saboreando su diminuta victoria del
día.