A las 7 de la mañana del
19 de septiembre de 1985, un terremoto de 8,1 grados en la escala de Richter
devastó el centro de la ciudad de México. Nunca se supo cuántos muertos hubo.
Se especuló con diferentes cifras: desde los seis mil y pico que dieron los medios
oficiales, hasta los 27 mil registrados por los organismos internacionales. Doscientos
cincuenta edificios fueron destruidos y más de 500 quedaron gravemente dañados.
Es doloroso ver cómo se
parecen las ciudades arrasadas por la guerra a las destruidas por un terremoto.
Da igual. Esta imagen, que podría pertenecer a una zona en conflicto, me
recuerda el estado que guardaban cientos de fincas cuando salí a recorrer las
calles aquella mañana de septiembre. Como en la foto, numerosas fachadas cayeron
dejando al descubierto las historias, los sueños, los recuerdos y las miserias
de miles de individuos. Es como si, de repente, a plena luz del día, alguien te
arrancara la ropa dejándote en bragas. Te da un poco de vergüenza mostrar las
grietas y el desorden; la cama a medio hacer y el montón de cajas sin acomodar.
“De puertas adentro” es
una expresión imposible de concebir al mirar esta fotografía. La intimidad deja
de existir. Lo privado se vuelve público ante la curiosidad de los mirones. Y
una se pregunta: ¿quién habrá vivido en la primera planta? ¿Se habrá salvado la
vieja del tercero?
Por los dibujos de lo
que fue la escalera, se nota la mano de aquel adolescente del segundo piso que tanto
molestaba a los vecinos. También se respira la pobreza de los inquilinos que no
pudieron reunir el dinero para cepillar la madera de las desvencijadas puertas.
Claro que nunca falta quien decide plantarle cara a la estrechez y pintar de
verde y amarillo las ventanas de su vivienda.
Es la imagen de la
desolación. De vidas truncadas. De historias rotas. De lo que fue y no volverá
a ser. Es la fotografía que nos recuerda que nada ni nadie volveremos a ser los
mismos. Nunca más. Como sucede en las ciudades en pie de guerra o en las devastadas
por un terremoto.