Hora punta en la pequeña pero caótica ciudad de
Florencia. Línea de autobús 32 con destino a Grassina. Un hombre mayor,
robusto, con aire de galán de otros tiempos, que pudo haber sido protagonista
de cualquier película de Federico Fellini, está sentado frente a una mujer
madura, guapa y sonriente. Ella tiene algo de la Cardinale, quizás la mirada
todavía coqueta. Ambos conversan, él le cuenta una historia y la hace reír. Los
pasajeros, mientras tanto, intentan subir al autobús que se va llenando cada
vez más.
De repente, el hombre empieza a entonar
una vieja canción de amor. Podría ser una canción napolitana. La mujer le
brinda una sonrisa de dientes perfectos, con un guiño le da las gracias y se apea
en la siguiente parada. Queda claro que no viajan juntos. El viejo no se
amilana y, a pesar de los empujones del pasaje y los frenazos del conductor,
sigue cantando al amor con su gastada pero afinada voz de tenor. Esa balada le debe
traer recuerdos de otros tiempos, de cuando era joven y era amado. Algunos le
escuchan, otros esbozan una risita de condescendencia.
Unas calles más adelante, un hombre de
mediana edad con una evidente cojera y que tiene pinta de ser un obrero de la
construcción, ocupa el lugar que la mujer ha dejado. Parece sacado de una
película de Pier Paolo Passolini. El recién llegado observa y escucha al viejo;
le mira de reojo con cierta desconfianza hasta que termina de cantar. Entonces,
se establece un hilo invisible de empatía, el hielo se rompe e inician una
conversación conmovedora, podríamos decir que hasta cálida. Sin saber por qué, están
a punto de compartir sus historias dentro de un autobús atestado de pasajeros
cansados que lo que único que desean es llegar a casa.
El hombre fellinesco le confiesa al
obrero passoliniano que, alguna vez, él también fue joven y fuerte, disfrutó de
la vida y del amor, fue un boxeador más o menos conocido y, para demostrárselo,
saca de su ajada cartera una vieja fotografía en blanco y negro donde se le ve
con cuerpo musculoso. Pero los años -¡ay, los malditos años que no pasan en
balde!- le han obligado a usar bastón, moverse con cierta dificultad y, ¿por
qué no decirlo?, a estar solo. Entonces, el joven obrero le confiesa que él, en
cambio, aunque posee la juventud y ama el deporte padece una discapacidad que
le impide hacerlo. Ambos filosofan sobre las contradicciones de la vida,
lamentan sus particulares desgracias y reconocen, dentro de las cuatro paredes
de un traqueteante autobús, lo que tienen en común a pesar de sus obvias
diferencias.
El filosófico diálogo continúa unas
calles más arriba hasta que nuestra vieja gloria del boxeo llega a su destino.
Con dificultad se levanta, se despide cortésmente de su nuevo amigo y baja del
autobús de la línea 32, destino a Grassina. Mientras, el joven obrero lo sigue
con la mirada, atento a sus pasos vacilantes y se despide con una sonrisa
fraternal, como de alguien que sabe con certeza que él también será, algún día,
ese hombre mayor que cantará canciones de amor a quien quiera oírlas.