Vivimos en una
sociedad generadora y administradora de miedos. El más reciente ejemplo es el
escalofrío que recorre la espalda de la vieja Europa a propósito de las
elecciones en Grecia, traducido como temor de los mercados, alarma de los
políticos, desconfianza de una parte de la población ante lo nuevo o lo diferente.
Para muchos
políticos y economistas, la del miedo puede resultar una estrategia muy natural
y conveniente cuyo objetivo es lograr que una parte importante de la sociedad
quede presa del terror para luego manipularla en defensa de lo establecido y
contra la posibilidad del cambio. Para ello, echan mano del lenguaje mediático,
el cual crea, diseña y amplifica ese miedo. Solo basta revisar las declaraciones
de algunos dirigentes europeos que han decidido asustarnos para intentar vendernos
seguridad a cambio de poder. Olvidan, sin embargo, que “no hay nada tan
ilusorio como la seguridad perfecta y mágica que nos venden y que nos hace
perder la libertad". (James Hillman, psicoanalista y filósofo). Y es que
el miedo también es un reflejo de la lucha de siempre entre libertad y
seguridad, dos exigencias primarias del hombre. El péndulo parece estar ahora
en el terreno de la seguridad.
Hace algunos
años, la Fundación Censis, un instituto italiano especializado en estudios
sociológicos, realizó una radiografía del miedo basada en 5 mil entrevistas a
habitantes de 10 grandes ciudades (Londres, París, Roma, Moscú, Bombay, Pekín,
Tokio, Nueva York, São Paolo y El Cairo). Sus conclusiones revelaron que el 90%
de los residentes metropolitanos declaró sufrir al menos algún tipo de miedo,
el 42,4% sentir un "miedo muy fuerte" y un 11,9% afirmó que era el
sentimiento que mejor describía su actitud vital. Uno de cada cuatro
encuestados se percibió con "incertidumbre".
Todo ello se
traduce en angustia a perder el trabajo o la familia; a ser excluido del mundo
tecnológico, a ser joven, o sentirse viejo. Es recelo del otro (inmigrantes,
homosexuales, negros o latinos), o de nosotros mismos. Si falla el Estado
social, cuanto más pobres, más vulnerables. Si hay demasiado Estado, los
capitales huyen despavoridos. Nada mejor que la manipulación de las emociones
más básicas como eficaz herramienta de la propaganda, política o religiosa.
Durante años,
las sociedades modernas creímos haber vivido en una atmósfera más o menos
segura. Los temores del pasado -pensemos en las dos grandes guerras mundiales-
quedaban lejos y era imposible que regresaran. Los ciudadanos podíamos controlar
nuestras vidas y dominar de alguna manera las imprevisibles fuerzas del mundo
social. Sin embargo, dice el sociólogo polaco Zygmunt Bauman, en los albores
del siglo XXI volvemos a vivir una época de miedo. “Tanto si nos referimos a
las catástrofes naturales y medioambientales, o al miedo a los atentados
terroristas indiscriminados, en la actualidad experimentamos una ansiedad
constante por los peligros que pueden azotarnos sin previo aviso y en cualquier
momento”. Lo peor es que tampoco somos capaces de determinar qué podemos hacer
(y qué no) para contrarrestar la amenaza. Vivimos pues, afirma Bauman, en una
era de “miedos líquidos”.
Ante este
panorama, ¿qué podemos hacer los ciudadanos? ¿Cómo no sentir miedo si la
fragilidad de las instituciones no nos permite acceder a un mundo seguro y
protegido? Hay quien propone recuperar nuestra capacidad para reinventarnos.
Otros, a propósito de los griegos, recomiendan aprender de sus bacanales para
evadirnos momentáneamente y alcanzar un momento de purificación. Nadie parece
tener la respuesta.
Si los seres
humanos supiéramos escuchar, ya habríamos registrado en nuestro ADN cerebral lo
que en 1852 dijo el poeta Henry David Thoreau, "a nada hay que tenerle
tanto miedo como al miedo". Algo tan sensato, pero tan imposible.