“¡Pelearaaaán 10 rounds! En esta esquina, el actual líder
celestial, amo del cosmos y rey del sol… ¡Tonatiuh! (ovación del respetable
público). En esta otra, el padre del agua y de la tierra, el campeón de los relámpagos
y la lluvia… ¡Tláloc! (la concurrencia aplaude con enjundia)”. El universo convertido
en arena de lucha libre. Comienza la función.
Seis de la tarde. Ciudad de México. Avenida Reforma,
Ángel de la Independencia - Glorieta de la Diana. 350 metros que me parecen eternos.
Miro al cielo y éste se desploma.
La lluvia en México siempre avisa. Un sonoro
CATAPLUM desgarra los nubarrones negros y amenazantes que se han ido formando
desde el mediodía. ¿Por qué siempre llueve por la tarde en la ciudad de México
y no por la mañana? No tengo la menor idea. Un segundo CATAPLUM lanza enormes
goterones de H2O y no se cuántos elementos ácidos
más. A dos mil 400 metros sobre el nivel del mar, los chaparrones no pueden ser
finos, ya lo dice su nombre CHA-PA-RRÓN. No son como los aguaceros del trópico
que se pasean por el follaje de las palmeras y el color de las bugambilias. Tampoco
es una llovizna civilizada, como la de Londres, tan puntual y elegante que nos
invita a lucir el Burberry´s a juego con el paraguas de puño de madera. No. Aquí
cae de sopetón, inunda calles y pasos a desnivel; empapa transeúntes y cala
hasta los huesos.
...
¿Por qué la gente se apendeja cuando cae
la primera gota de agua? Es la pregunta del millón. Recorrer 100 metros en
tardes como ésta puede ocupar 40 minutos. De mi lado derecho, un hombre de
mediana edad decide apagar el coche -con lo cara que esta la gasolina, ¡para
que gastarla en este caos!-, se afloja el nudo de la corbata, suelta el primer
botón de la camisa y enciende un cigarrillo; acomodándose en el asiento de su
BMW, prefiere cerrar los ojos e imaginar que ya está en casa. De algo le han
servido los cursos de meditación ZEN del mejor SPA de Valle de Bravo. A mi
izquierda, en una camioneta roja que parece calentarse, una joven madre, agobiada
por el tráfico, empieza a propinar manazos a diestra y siniestra a los tres
niños que van en el asiento de atrás. Niños también agobiados que, además, tienen
hambre y ganas de hacer pipi.
...
Los coches no avanzan y el chubasco
arrecia. Vivo en una ciudad caótica por naturaleza, mal diseñada desde el
principio de los tiempos, donde los desagües vomitan agua color marrón y los
coches quedan varados a mitad de la avenida por andar subestimando la
profundidad del charco. Por las calles convertidas en ríos caudalosos nadan
medusas en forma de bolsas de plástico y desechos orgánicos que parecen
especies marinas de inquietante procedencia. Mi ciudad como acuario
improvisado.
...
Enciendo la radio. Para mi mala suerte
acaba de terminar La Hora de los Beatles y empieza el noticiero de las 18:30. ¡Ha
pasado media hora y yo sigo en el mismo lugar! ¿Por qué los locutores que dan
el pronóstico del tiempo son tan cursis? “Una fuerte precipitación pluvial
está afectando el centro del Valle de México”. ¿Precipitación pluvial? ¡No,
güey, esto es el pinche diluvio universal! Cómo serán las tormentas en México
que hasta los aztecas veneraban a un dios dedicado única y exclusivamente a la
lluvia. Y esta tarde, Tláloc sacó el cuchillo de obsidiana y se puso a
destripar nubes, abriéndolas en canal y anegando la ciudad.
...
En 20 minutos adelanto 20 metros. ¿Por
qué será que siempre que diluvia me acuerdo de Armando Manzanero? Habiendo
canciones tan bonitas, como aquella de Serrat (“Llueve, detrás de los
cristales, llueve y llueve…”), tengo que acordarme de, “Esta tarde ví
llover, ví gente correr y no estabas tú…tutututu”. ¡La neta, qué cursis
somos los mexicanos! Se me acaba el repertorio musical y esto no avanza ni
madres. ¿Será que nos quedaremos a vivir aquí, durante meses, como en el cuento
de Cortázar? O, ¿es que la tromba durará cuatro años, once meses y dos días
como en Macondo?
...
Ya falta menos para llegar al cruce y
liberarme de este atasco que seguramente me llevará a otros cinco más. ¿Por qué
será que cuando llueve los policías de tránsito desaparecen? Tengo una teoría: la
lluvia ácida los desintegra.
Ya se ven los vendedores ambulantes. En cuanto se
pone el semáforo en rojo, salen disparados a ofrecer su mercancía. La gordita con
su canasta de dulces y alegrías –solo en México hay una golosina que se
llama así, alegría-, el güero de overol y sombrero tejano con sus quesos
menonitas, y el chavo del periódico de la tarde, enfundado en su chamarra de
colores chillones –“pa’ que no me atropellen, señito”, me dijo un día. De
todos ellos, el que más pena me da es Ramiro, el niño que hace malabares con
sus hermanos, y que de grande quiere ser bombero.
Ahora sí. Estoy a dos coches del cruce.
Ya solo se oye el chipichipi de la lluvia cuando amaina. “Chipichipi”, ¡qué
bonita palabra! Igual que “chingaquedito”, esa llovizna que nos moja cuando salimos
a la calle y nos hace dudar entre abrir o no el paraguas. Hermosas palabras que
dejan de hacernos gracia cuando pasan semanas y meses y la ropa sigue húmeda y
los zapatos cubiertos de barro.
¡Tláloc, por lo que más quieras, apiádate
de nosotros!
Miro al cielo y un trocito azul aparece
entre el nuberío. Y otro, y otro, y otro más. Parece que el Sol Tonatiuh pretende
disputarle el final de la tarde al mismísimo dios de la lluvia. Me gana la risa
nomás de imaginar al par de soberbios en su eterno tira-y-afloja, en su función
de lucha libre celestial que a los simples mortales nos dejará de propina una tarde con el
aire más diáfano, los ahuehuetes más verdes y un intenso y divino olor a tierra
mojada.