“¡Te juro que no lo quería
hacer!” Podría ser tu epitafio.
Odiaba tanto esas palabras y, sin embargo, estoy a punto de repetirlas. No
pensaba hacerlo pero recordé la primera vez que las pronunciaste. Siempre era
una primera vez: el primer empujón, la primera bofetada, el primer ojo morado,
la primera pierna rota…
Detestaba esas siete palabras
que intentaban cicatrizar mis heridas y calmar tus culpas. “¡Te juro que no
lo quería hacer!”, me decías, pero lo volvías a hacer, una y otra y muchas veces más.
Y yo tenía que mentir, maquillar mi rostro, inventar una excusa. Así fue
durante años, hasta que ya no pude resistir. Por eso, desde lo alto de este
ciprés que sirve de atalaya a mi alma desconsolada, he decidido jurar en vano.
No me lo pensé dos veces. En cuanto te vi cruzar esa puerta y andar por los
estrechos caminos que vigilan decenas de ángeles de yeso y vírgenes
atormentadas, supe que lo haría.
Estaba segura de que hoy vendrías
a dejar las flores que tanto me gustaban, acompañado de mis llorosas hermanas
que nunca me creyeron cuando les decía que Mr. Hyde habitaba detrás de tu
tímida sonrisa. ¡El pobre viudo! ¡El pobre y joven y apuesto y trabajador
viudo! ¡Tan buen hombre, incapaz de levantar la mano, ni en defensa propia! Por
eso, en esta mañana de ruiseñores y luz de primavera, repito tus malditas
palabras, “¡Te juro que no lo quería hacer!”.
…
Nunca se supo cómo fue que
aquel rayo desgajó el trozo de lápida que limitaba mi tumba. La enorme pieza de
granito que contenía la frase “Extremadamente veloz es la venganza de los
muertos”, Pireo, siglos II-III d. C., aplastó tu cabeza. Los de la
ambulancia no pudieron hacer nada para reanimarte. Mi alma, por fin, descansa
en paz.
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