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Irene le dieron la mejor noticia de su vida. ¡Había ganado una beca para
estudiar en la capital! Estaba ansiosa por contárselo a su padre que no tardaría
en recogerla del cole. Si todo salía bien -y a Dios le pedía que así fuera-
podría estudiar medicina y curar a su mamá y mandar dinero a sus hermanos y… y…
hacer su vida bien lejos. Desde niña, Irene había sorprendido a sus profesores
por sus notas y buena disposición para el estudio a pesar de sus circunstancias.
Por eso, no dudaron en recomendarla para obtener una jugosa beca que concedía
el hombre más rico del país. “Esta chiquita, con apoyo y recursos, podría
llegar muy alto”, le aseguraron.
Apenas tenía 16 años pero Irene ya había madurado
lo suficiente como para saber que no quería vivir la misma vida de su pobre
madre. Siempre tan abnegada, tan enfermiza, tan poquita cosa. Siempre en la
penumbra, llenándose de hijos, sirviendo a todos, comiendo lo que dejaban los
niños. Irene la quería muchísimo pero, a veces, le pesaba tener que ayudarla en
el quehacer de la casa, sobre todo, cuando le daban esas horribles migrañas que
la noqueaban dos días seguidos. Entonces, ella tenía que asumir
responsabilidades que no había pedido y dejar a un lado sus deberes escolares.
Pasaban
los minutos y su papá no llegaba. Era extraño porque él era muy puntual. Los
últimos profesores se marcharon, no sin antes felicitarla de nuevo por sus
logros, y Tomás, el conserje, se puso a barrer la entrada del colegio.
Con sus libros abrazados al pecho y la mochila
cargada de cuadernos rendida a sus pies, Irene vigilaba ansiosa la calle por la
que siempre entraba el coche. “¡Uy, se me hace que ya te abandonaron, niña!”,
le dijo Tomás, “¿quieres que, mientras termino de barrer, te saque una sillita
pa’ que descanses?”. Irene se sentó a esperar y a imaginar la cara que pondrían
todos en casa cuando les anunciara que se iría a estudiar fuera. Fantaseaba con
la idea de lo que sería su vida en la capital, teniendo por fin una habitación
para ella sola, rodeada de libros, saliendo con nuevas amigas, echándose un
novio, ¿por qué no? De repente, una mezcla de tristeza y amargura le empañó la
mirada. Pensó en su madre. En lo inútil que se había vuelto desde la última vez
que la ingresaron. “¡Ay, diosito, que se ponga bien! A lo mejor esta noticia la
anima y se alivia”, murmuró con los ojos cerrados. Apretándolos aún más y
acariciando sus libros como si de un pretendiente se tratara, Irene siguió
hablando con Dios. “Señor, este es el sueño de mi vida. Yo he sido buena, obediente;
me he hecho cargo de la casa, de mis hermanos, nunca le he faltado a nadie…
¡por favor!, te pido que todo vaya bien y que pueda irme a estudiar, ¡por favor,
te lo pido!”.
Abrió un ojo y atisbó a lo lejos el viejo Chevrolet.
Venía despacio, muy despacio. En los ojos pequeños de su padre alcanzó a
distinguir unas gafas oscuras y un pañuelo blanco en su mano izquierda.
Conducía lento como si quisiese retardar la llegada una eternidad. A Irene se
le fue borrando la sonrisa. En su lugar, le brotó un nudo en la garganta que,
sin embargo, no fue tan punzante como el ramalazo que sintió en la boca del
estómago.
¡Pobre
Irene! Y hay quien dice que soñar no cuesta nada.