un par de frases y montones de ideas.
Todo
empezó como una promesa electoral. La candidata ofreció, de llegar a la
alcaldía, prohibir que los indigentes durmieran en la calle. “Es un fenómeno que debemos erradicar de la capital porque ahuyenta
al turismo”, enfatizó en diversas entrevistas. Además, dijo, “se sabe que muchos de ellos son de origen
extranjero”. Ni tardo ni perezoso, el partido político de ultraderecha, que
ya formaba parte del gobierno nacional, exigió que se distinguiera a los
pordioseros que fueran ciudadanos del país de los que no, con objeto de ayudar
solamente a los compatriotas. A éstos se les impuso una chapa con los colores
de la bandera; a los otros, unas de color marrón, gris o negro, dependiendo de
si procedían de América Latina, Europa del Este o África.
Días
después, la Iglesia pidió a la candidata, muy devota del Jesús de Medinacelli,
que, en el nombre de Dios, hiciera algo para diferenciar a las mujeres que
habían abortado, a las que usaban métodos anticonceptivos y a las vírgenes. De
esa manera, afirmaba el Nuncio, se conocería “la calidad moral de las hijas de Eva”. La candidata, con tal de
ganar los votos del electorado católico, inició la entrega de distintivos en
forma de triángulo: blanco para las castas, azul para las que tomaban
anticonceptivos y rojo para las pecadoras. Unas horas más tarde, los líderes de
las religiones minoritarias del país anunciaron su deseo de ser identificados
para demostrar que su grey era mucho mayor de lo que el censo afirmaba.
Salieron entonces a relucir unos rectángulos verdes (para los musulmanes),
amarillos (para los evangelistas) y rosas (para los Testigos de Jehová). Otras
sectas menos conocidas recibieron unos de color indefinido.
Como
la “lideresa” era sumamente
ambiciosa, accedió a las peticiones de filiación de prácticamente todos los
colectivos de la ciudad por más absurdas que fueran. La profusión de símbolos
fue tal, que llegó el momento en que no había un trozo de ropa libre de
emblemas y marcas. En poco tiempo, surgieron propuestas para fichar otras
cualidades y características: en qué barrio se vivía, cuál era el nivel de
estudios o el estado civil, qué enfermedades se padecían, cuáles las
preferencias sexuales o qué tipo de aficiones se tenía.
Al
calor de las declaraciones de la aspirante a alcaldesa, que llamaba "camorristas, pendencieros e
hijoputas" a quienes se negaban a ser identificados, nació también la
desconfianza hacia aquellos que portaban insignias distintas. El gobierno que
la apoyaba, al percatarse de las ventajas de este nuevo "divide y
vencerás", emitió diversos decretos que obligaban a todos los ciudadanos a ser registrados so
pena de cárcel.
A
medida que crecían las filas de individuos a la espera de nuevos logos y
membretes, aumentaban las discrepancias y se ahondaban las brechas. El recelo
se cotizaba a la alza. Los escrúpulos se multiplicaban por decenas.
Quedó
vedada la convivencia entre desiguales. Quedó prohibido compartir casa,
escuela, medios de transporte y cualquier actividad social entre incompatibles.
Solo estaba permitida la afinidad absoluta.
Hartos
de tanta diferenciación, día tras día, numerosas tribus, clanes y castas de
toda índole abandonaban la capital del país. Ni los indigentes se quisieron
quedar. Poco a poco, las viviendas se deterioraron, las fábricas y centros de
trabajo cerraron y las universidades desaparecieron.
La
ciudad se fue quedando sola. Los pocos que decidieron permanecer se miraban con
suspicacia.
Singular
y único, cada individuo quedó aislado y se convirtió en el otro. A fin de
cuentas, todos acabaron siendo los demás.
Entonces,
se hizo el silencio. Y toda forma de vida cesó para siempre.
1 comentario:
Mi querida Laura, me da gusto leerte y saber que el oficio lo llevas bien puesto.
Abrazo.
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