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El golpe fue seco. Se le
nubló la vista. Las piernas le flaquearon. Cayó de bruces sobre la pancarta que
reivindicaba sus derechos.
Los recortes habían llegado
hasta la mejor institución científica del país. Muchos investigadores, casi
todos jóvenes, ya habían emigrado. Otros, con más años y menos posibilidades de
encontrar un futuro mejor, como Nuria, decidieron plantarse y defender lo que
quedaba.
Aquella mañana, ella salió de
casa para reunirse con los compañeros que, por enésima vez, tomaban la calle
para protestar por el inminente cierre de su centro de trabajo. Nuria intuía
que la movilización de aquel día iba a ser diferente de las demás. Algo le
decía que el ambiente estaba demasiado caldeado y los nervios al borde del
estallido. Al reunirse con los colegas, su intuición se confirmó: un número
desproporcionado de policías antidisturbios rodeaba el edificio del Parlamento,
lugar donde habían previsto entregar el pliego de demandas.
Nuevos colectivos se unieron
a la marcha. Había consignas que iban subiendo de tono y carteles que protestaban
por la privatización de los servicios públicos, o el aumento de las tazas
universitarias. En efecto, algo estaba a punto de estallar. Y estalló.
Nunca se supo quién encendió
la mecha. Lo cierto es que los manifestantes empezaron a correr por todos lados
intentando esconderse en algún portal, o llegar a la boca del metro. Nuria no enteró
cómo quedó varada en el centro del caos. Nunca pudo recordar cómo fue el
ataque. Solo sintió un duro golpe en la cabeza. Y todo se volvió negro.
Durante dos meses, permaneció
en coma en el Hospital de La Paz. Sin quererlo, se había convertido en el
símbolo de aquel mitin. La fotografía que la mostraba derribada en mitad de la
avenida, en una posición imposible como de muñeca dislocada, y abrazando una
pancarta ensangrentada en la que sobresalía la frase Solo pedimos Justicia,
ganó el Premio Nacional de Fotoperiodismo. Los medios de comunicación nacionales
y extranjeros replicaron la imagen cientos de veces y las redes sociales, millones.
Se hicieron camisetas y afiches. Inclusive, un trasnochado grupo de filiación
maoísta-leninista la adoptó como emblema.
Dos meses después, Nuria despertó.
Abrió los ojos y recorrió con la mirada aquel cuarto blanco que no reconocía.
Con cierta angustia, movió los ojos de arriba a abajo, de izquierda a derecha.
Clavó la vista en la lámpara del techo. Se mojó los labios resecos. Movió un
dedo, luego la mano entera. Sintió el cuerpo dolorido y comenzó a llorar.
En cuanto se supo que había
despertado, decenas de periodistas y fotógrafos de prensa, radio y televisión
se instalaron en las puertas del hospital. Buscaban la imagen exclusiva de
aquella “mujer-mártir” que logró, por fin, reconciliar a las autoridades
con los manifestantes; de la “mujer-milagro” que detuvo el cierre del
mejor centro científico del país, de la “mujer-santa” que estaba en boca
de todos.
Cuando salió del hospital, cientos
de personas la esperaron llenándola de flores y agradecimientos, de estampitas
de vírgenes y santos. Los programas de opinión de más alta audiencia la
invitaron a sus platós. Los mejores (y peores) periodistas del momento la
entrevistaron. Las revistas del corazón intentaron hurgar en su vida privada.
Toda esa atención era nueva para ella. Nueva e incómoda.
"Aprovecha tus 15
minutos de fama", le dijo el
productor de un conocido programa de televisión que se encargaba de convertir sueños
en realidad. "Este es tu momento, disfrútalo”, le soltó una
fotógrafa que le había propuesto salir desnuda en una conocida revista erótica.
Nuria no se dejó conquistar.
Con la misma dignidad con la que había ingresado en el hospital dos meses atrás,
rechazó el oropel que a manos llenas le ofrecieron los medios y las redes
sociales. Nadie pudo convencerla de convertirse en un fenómeno mediático.
Seis meses más tarde, Nuria
se incorporó a su laboratorio. Regresó a su mundo de microscopios y probetas,
de cobayas y batas blancas. Recuperó su pequeño cubículo con olor a formol y
atiborrado de revistas científicas. Abrió una de las jaulas, sacó una rata
blanca y, por primera vez en mucho tiempo, sonrió.
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