a Carmen Aristegui
“10 euros la jornada, más bocadillo y refresco.
Además, nos llevan y nos traen en autobús. ¿Cómo ves? ¿Te apuntas?”, le espetó Maruja, la vecina cotilla y tele-adicta que
andaba organizando el viaje al programa de televisión de mayor audiencia. Necesitaban
público y ellos, jubilados ociosos y aburridos, eran los más indicados para
sentarse durante horas a aplaudir a un montón de mentecatos.
¡10 euros! Sonaba tentador, sobre todo después de
haber malvendido su Olivetti portátil a una tienda vintage y su
amadísimo María Moliner (primera edición) para completar el alquiler del mes
pasado. Sin embargo, más que los 10 euros, la invitación le reabría un viejo
deseo de venganza. Sí, ésta era la oportunidad de reivindicar lo que
injustamente le habían quitado.
Habían pasado 30 años desde que el dueño de la
televisión más influyente y poderosa del país la había despedido. No, no la
había despedido… ¡la había echado por ser la mejor guionista, la más rigurosa,
la más brillante y laureada! Sus textos gozaban de gran prestigio y sus
comentarios eran sumamente valorados al diseñar las series más aclamadas por el
público. Entonces, llegaron ellos. Los jovencitos recién salidos de aquella
universidad pija empezaron a desmantelar la empresa y a llenar de contenidos
vulgares todos y cada uno de los programas.
De camino a la emisora, le vino a la cabeza, una vez
más, el episodio que fue la gota que derramó el vaso. Le habían encomendado el
guión de un reportaje especial sobre el SIDA. Era un tema difícil de abordar en
aquellos tiempos por la ignorancia y los prejuicios que había en la sociedad.
Ella le dedicó horas de investigación escrupulosa. Se empleó a fondo en la
redacción y la edición de cada capítulo; hasta la música y la tipografía de las
entradas fueron minuciosamente examinadas. Los médicos encargados de supervisar
el contenido final quedaron tan satisfechos que deseaban presentarlo ante la Organización Mundial de la Salud como “ejemplo
de respeto y rigor periodístico”. Pero llegó el hombre más poderoso de la
televisión, con sus ínfulas de grandeza y arrogancia. Después de ver el video, le
exigió algunos cambios que la obligaban a tergiversar la realidad y a
desinformar a la audiencia. “Para que me entiendas”, le dijo, “el
enfoque que quiero es de este color”, y señaló un lápiz amarillo, “¿está
claro?”.
Hasta aquí podíamos llegar. Ella se negó a
transformar el programa. No podía pasar por encima de la dignidad de las
personas y la confidencialidad de sus testimonios. Así pues, “el patrón”,
como exigía que le llamaran sus subalternos, la despidió sin miramientos amenazándola
con prohibirle la entrada a su empresa y a las de todos sus competidores. Ella
nunca logró conseguir otro trabajo igual. Las puertas se le cerraron una tras
otra. De vez en cuando, los amigos le echaban una mano pidiéndole alguna
corrección de estilo. Escribió horóscopos, discursos políticos, boletines de
prensa. Como pudo, fue tirando.
Treinta años habían pasado desde la última vez que
pisó aquellos estudios que conocía como la palma de su mano. Poco habían
cambiado las instalaciones y estaba segura de reconocer los vericuetos que
llegaban a la oficina del “patrón”.
La rabia que durante años le carcomió el alma y creía
superada, regresó con una furia inaudita. Logró desprenderse del grupo de
jubilados y subir al piso de los directivos. Tenía que visitar a ese
dictadorzuelo que le había arruinado la vida y decirle unas cuantas verdades,
aunque fuera demasiado tarde. Recordó el pasadizo que llegaba directamente a su
despacho. Con cautela lo recorrió intentando no hacer ruido, aunque el latido
de su corazón estuviera a punto de delatarla.
Abrió la puerta. El hombre más poderoso de la
televisión estaba ahí. Hecho una ruina. Sentado frente a la ventana de siempre,
pero ahora conectado a un respirador y a una silla de ruedas, ya no infundía
tanto miedo. Se acercó poco a poco. Él ladeó la cabeza al oír sus pasos. Sus
ojos se encontraron. Los de ella enfurecidos; los de él, apagados y casi
ciegos. Entonces le dijo: “Soy Gloria Corona y vengo a cobrarle una deuda
pendiente desde hace 30 años”. Las manos temblorosas del que fuera su jefe
intentaron llegar al timbre del escritorio para pedir ayuda. Ella lo impidió. “¿Se
acuerda? Usted acabó con mi carrera, pero ya veo que la vida se lo está
cobrando con creces”. Lo vio tan disminuido por la enfermedad, tan poquita
cosa, que ella solo atinó a esbozar una sonrisa de triunfo. Él la miraba
aterrado, imaginando acaso que fuera capaz de desconectar el pulmón artificial
que lo mantenía vivo. “¡Quién lo iba a decir! El hombre más poderoso de la
televisión es una piltrafa, un despojo humano a punto de palmarla”. No supo
de dónde sacó fuerza y ánimo para dar media vuelta y salir del enorme despacho
sin atreverse a tocar el mecanismo de aquella máquina. La vida, o la muerte, se
encargarían de hacerlo.
Bajó por los atajos de su juventud y se reincorporó
al grupo de jubilados que ya se enfilaba a las gradas del auditorio. Ella no
necesitó que el jefe de piso le diera señales a la hora de aplaudir. Fue tal el
entusiasmo y la alegría, el ritmo y la cadencia que imprimió en cada palmoteo,
que el equipo de producción decidió ficharla para próximas emisiones. ¡Por fin
había llegado su momento de gloria!
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